El destino, que siempre se burla de los titanes, quiso que
el hombre que tantas veces se había jugado el cuello muriera de un vulgar
garrotillo en 1842, con treinta y cuatro años. Había dado rienda suelta a su vocación
política hasta el final, ya como diplomático y diputado durante la regencia de Espartero, y con encendidos artículos
en los diarios de la época. En sus últimos años trabajó también en la que luego
sería su obra más conocida junto con la Canción
del pirata: el poema narrativo El
estudiante de Salamanca, protagonizado por un seductor que tenía por “sus
fieros, sus bríos; sus premáticas, su voluntad”, y una de las mejores encarnaciones
del titanismo romántico.
En uno de sus encontronazos con el poder, Espronceda recaló en Cuéllar. Esta villa
le inspiró también un novelón titulado Sancho
Saldaña, el castellano de Cuéllar, ambientada en el siglo XIII y llena de
crímenes, traiciones, pasadizos y tumbas. Y es justo recordar a uno de nuestros
más ilustres huéspedes, aunque fuese huésped forzoso, en este año en que se
cumplen doscientos de su nacimiento y que tal vez se olvide en pro de otros centenarios
más ruidosos. El mejor homenaje, con todo, sería releer y disfrutar El estudiante de Salamanca y el Canto a Teresa, para empezar.
El mismo desprecio por lo instituido encontramos en su
vivencia del amor. A los veintitrés años Espronceda
se apodera de la malcasada Teresa Mancha
y se la lleva a París. Viven unos años apasionados, tienen una hija, pero
semejantes aventuras son tan intensas como fugaces. Teresa terminará
rechazándole, mendigará amores durante unos años y morirá corroída por el
desengaño en 1839.
No quiero dejar, por cierto, de hacer referencia a la
sugestiva versión que ofrece Rosa Chacel
de esta ruptura, en su novela Teresa.
En un momento dado, la mujer, revolviendo papeles de su amante, encuentra una
creación suya inédita: unos poemas obscenos. Una chiquillada, tal vez, pero
Teresa no pudo evitar recordar sus raptos amorosos y asociarlos con aquellos
versos. ¿Así que eso es una mujer, así que eso soy yo misma, para ti? El icono
del rebelde, del patriota, del hombre animoso, se vino abajo de repente y
Teresa ya no pudo recuperarse. Se convirtió en una cínica y rumió su amargura
hasta su muerte.
Si no fue así, bien pudo haber sido. Tal vez había tomado a
su amante por uno de sus personajes, esos que nunca descendían a tales
submundos. En todo caso, la decepción fue tan tremenda que se hundió en abismos
sacados a luz después por el poeta en uno de los cantos más desgarrados que salieron
de su pluma, el titulado justamente “A Teresa” y que, caóticamente como no
podía ser menos, insertó sin venir a cuento en El diablo mundo, su creación más ambiciosa.
¿Por qué volvéis a la memoria mía,
tristes recuerdos del placer perdido,
a aumentar la ansiedad y la agonía
de este desierto corazón herido?
Y sigue con abundantes ¡ay!
Y ¡oh! mientras evoca cómo
José de Espronceda
había nacido (o “le habían nacido”, como diría más tarde Leopoldo Alas) en 1808 en Almendralejo, por donde casualmente
pasaban sus padres, el teniente coronel Juan
de Espronceda y María del Carmen
Delgado. Desde muy joven, buen hijo de su tiempo, anduvo mezclado en conspiraciones
liberales que le llevaron a conocer los calabozos en varias ocasiones. Fue uno
de esos exiliados que a la muerte de Fernando
VII trajeron con ellos los nuevos aires en la política y en la poesía.
Ambas, de hecho, no dejaban de correr sendas paralelas en
nuestro poeta. También en sus versos demostró siempre aversión a la mesura y el
justo medio. De chico, su maestro Alberto
Lista había dicho que el talento de Espronceda
era “como una plaza de toros muy grande, pero con mucha canalla dentro”: capaz
de clamorosos ripios como de hallazgos sorprendentes. Su liberalismo era el más
radical que se despachaba en la época, pero tal vez las ideas políticas no
fueran sino imagen de una insatisfacción más profunda: el hastío de la civilización,
la nostalgia romántica por una época auroral sin normas, sin límites. En uno de
sus poemas más conocidos, el “Canto del cosaco”, traza una auténtica “apología
de la barbarie”:
¡Hurra, hurra, cosacos del desierto!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín […]
¿Veis esas tierras fértiles?, las puebla
gente opulenta, afeminada ya […]
Desgarremos la vencida Europa,
cual tigres que devoran su ración;
en sangre empaparemos nuestra ropa,
cual rojo manto de imperial señor.
Y es que, si pusiéramos en un crisol todos los ingredientes
que asociamos con el poeta romántico, posiblemente obtendríamos algo muy
parecido a Espronceda. Él fue entre
nosotros el modelo más acabado de aquella corriente, y también el primero. Lo
cual, por cierto, equivale a decir el primer artista contemporáneo. Es en el Romanticismo cuando el artista, y en especial el escritor, se convierte en un
inadaptado, un rebelde frente al orden establecido, cosas que aún en nuestro
tiempo seguimos relacionando con el poeta o novelista. Sólo que entonces no
reportaban laureles ni homenajes sino cárcel y destierro.
(Voy a guardar aquí este artículo que hice por encargo para la revista La villa, de Cuéllar, en el 2008, con ocasión del bicentenario de uno de los vecinos ilustres de dicha villa --estuvo preso en el castillo--).
Detesto acudir a los tópicos, pero creo que lo más parecido
a una “bocanada de aire fresco” que recuerdo como lector fue mi reencuentro con
la “Canción del pirata”, en los años universitarios. Habíamos acabado de
estudiar el siglo XVIII, y quien más quien menos llegó a apreciar el sentido
común de Feijoo, las ironías de Forner e incluso los ricitos y lunares
cantados en lindas cuartetas por Meléndez
Valdés. Pero, al igual que para sentir las cadenas hay que moverse, para
advertir el olor a cerrado de aquellos correctísimos y atildados salones había
que asomarse a otras latitudes. A la hora de pasar al Romanticismo, la profesora
nos mandó llevar a clase la popular composición de Espronceda, a la que nunca presté gran atención, tal vez por el
hastío de la archiconocida primera estrofa, la de los diez cañones por banda.
Sin embargo, esta vez abrí el libro de Bachillerato y a la primera ojeada tuvo
lugar el deslumbramiento.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad;
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria la mar.
Con la excusa de no añadir otro bulto al equipaje diario,
empecé a copiarla a mano, con entusiasmo creciente. Al cuerno los besitos
furtivos y las fiestas galantes de los poetas empelucados. Allí había sangre en
las venas, vida a chorros, aunque al pirata no le importase perderla:
Y si muero, ¿qué es la vida?
Por perdida ya la di
cuando el yugo del esclavo
como un bravo sacudí.
Quien cantaba aquello era un corazón que se desbordaba
frente a las reglas y al frío racionalismo del siglo que acabó. A él y a sus
colegas los llamaron románticos como
un mote despectivo que quería aludir a su afición a las novelerías, a los romances: estaban fuera de la realidad.
Pero es que esa realidad les venía estrecha, y muchos salieron de ella por la
vía más violenta, o fueron vencidos, como nuestro hombre, por una mezquina
enfermedad que era un símbolo de un mal mucho más hondo, el que llamaron “mal
del siglo”.
¿Y España? ¿Cómo enlaza todo esto con la tragedia del
imperio que se vino abajo cuando parecía a punto de culminar su proyecto? La
tragedia de don Quijote, tal como él mismo la comprendió, nos enseña que también
las naciones, los estados, pueden ser víctimas de ensueños y dedicarse a
enderezar tuertos en lugar de sencillamente trabajar para el bien común de los
súbditos, los ciudadanos o como queramos llamarlo. Carlos I y Felipe
II quisieron ser Lanzarote o Tristán y desgastaron a España en la tarea de
salvar a la doncella en peligro, la catolicidad amenazada por la Reforma y los
caprichos de los reyes. Quizá no tuvieron más remedio: el primer embate de la
modernidad fue aquel cuius regio eius religio, que venía a consagrar que
cada príncipe adoptase su verdad, la que más le conviniera. Yo, bacía, ese,
yelmo, y el de más allá baciyelmo; yo soy de Lutero, yo de Calvino,
yo del Papa. Ante este panorama, los monarcas españoles se vieron como
obligados a dar la batalla por la vieja unidad medieval. Era difícil darse
cuenta, entonces, de que la cristiandad no iban a recobrarla los imperios, ni
las espadas. La tarea de los gobiernos es hacer política, en el sentido más
noble de esta palabra, que lo tiene. Y, si acaso, dejar a otros que den la
batalla espiritual, si hay que darla. Las épocas más prósperas de nuestra
historia han venido de recordar esto. Las peores, de olvidarlo. Y, como diría
el propio Cervantes, vale.
¿Cuál es el origen de esta casta de explicadores del mundo, de inventores de realidades virtuales? Poco después de morir Cervantes, un hombre va a cambiar toda la historia del pensamiento con tres palabras: cogito, ergo sum; pienso, luego existo; lo que abría el camino para decidir que lo que existe es porque yo lo pienso, o que nada existe más que como yo lo pienso. De hecho, un siglo más tarde, otro señor afirmará sin ambages: esse est percipi: ser es ser percibido. Nada podemos decir acerca de lo que objetivamente son las cosas, pues no le es lícito al hombre salir fuera de su intelecto, de su razón. Sólo podemos hablar de lo que aparece ante nosotros. Yo no tengo derecho a afirmar que a mi lado se encuentra un señor de tupida cabellera negra; como mucho, puedo decir que yo percibo la figura de un señor de tupida cabellera negra.
De este principio se va a nutrir todo el pensamiento de la edad moderna, con consecuencias hasta nuestros días. Yo construyo la realidad a partir de mi conciencia. El ser se funda en mi pensar, y no el pensar en el ser, como había ocurrido en todo el pensamiento antiguo y medieval. Todo esto lleva al famoso relativismo (ese tan nombrado), pero también a esos pensadores light que se empeñan no sólo en explicarnos cómo es realmente el mundo (ellos lo han descubierto) sino a hacérnoslo tragar velis nolis (o sea: de grado o por fuerza), y que tanto han proliferado en los pasados siglos. Porque no siempre estos soñadores son tan magnánimos como don Quijote, y en vez de recibir ellos los palos acaban descargándolos sobre cabeza ajena.
Por esto, entre otras cosas, se ha relacionado al Quijote con la modernidad. El Quijote sería la primera novela moderna no sólo en el sentido estético sino también por sus implicaciones de fondo. Bacía, yelmo o baciyelmo, todo depende de la conciencia de cada cual. Falta saber si a Cervantes le ilusionaba esta perspectiva que empezaba a abrirse camino en la Europa posterior al naufragio de la Invencible. Para saberlo quizá podamos mirar una vez más al final de la historia, a las palabras del hidalgo ya curado de su locura. ¿Qué decía? "Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho..." Se congratula, pues, de haber recuperado el juicio y volver a ser Alonso Quijano "el bueno". El bueno, que no es poco.
Como para confirmarlo, Cervantes escribe después del Quijote una especie de réplica, donde los héroes ya no sueñan ser lo que no son, sino que, magnánimos, generosos, idealistas, enamorados, afrontan todas las contrariedades que la existencia les va sacando al paso hasta lograr la victoria y la felicidad. Se llama Los trabajos de Persiles y Sigismunda y nadie la lee, en una de las mayores injusticias de la literatura universal. Dos siglos más tarde, otro novelista nos dará también un ideal de humanidad alejado de sueños absurdos y realidades virtuales: me refiero al mister Pickwick de Dickens. Con él acaba el tiempo de los caballeros y entra en su lugar el "hombre bueno" (en el buen sentido de la palabra, como diría don Antonio); el hombre incapaz de acometer grandes hazañas (ni siquiera sabe patinar sobre hielo) pero dispuesto a todo, incluso a ir a la cárcel, como efectivamente hace, por ser fiel a sus amigos y a sus principios. Alonso Quijano está en Pickwick, no cabe duda, despojado de la ofuscación caballeresca. Una figura que, lamentablemente, no tendrá mucha continuidad porque inmediatamente la novela se lanzará a dibujar al hombre bestial del Naturalismo y luego al hombre sin atributos, al hombre sin rumbo que justamente la modernidad en crisis acabará produciendo.
Como
tantos otros españoles de su época, Alonso Quijano se había zambullido en los
novelones de caballeros andantes, que proliferaron como hongos a raíz del éxito
del Amadís, a pesar de su calidad más que discutible. Estos novelones eran la
última degeneración de la materia de Bretaña, el universo caballeresco de
Camelot, que tantos entusiasmos ha suscitado siempre. Salvando al propio Amadís
y, por supuesto, Tirante el Blanco,
ninguno de ellos ha pasado a la gran historia de la literatura. Ya en su
tiempo, los moralistas los censuraron y los hombres de letras abominaban de su
pésima calidad, a pesar de lo cual se vendieron como los proverbiales chicles.
Vamos, como si nos halláramos en el 2005. Ya se ve que no es fenómeno nuevo el
que libros clamorosamente malos alcancen ventas de espectáculo. Hoy,
sencillamente, se han sustituido los gigantes de cien brazos por intrigas
eclesiásticas. Al menos, entonces, estos libracos no se leían en las escuelas.
En aquella época no existía el concepto de “fomento de la lectura”; no se
buscaba el leer por el leer, sino la adquisición de la sabiduría. Eso que
salimos perdiendo.
Pero me
estoy yendo por las ramas. El caso es que, como bien vio Martín de Riquer, lo que espantaba a Cervantes no era el espíritu caballeresco, magnánimo, que estos
libros exaltaban, sino sus disparates y su pésima calidad. Por eso, seguía
replicándole yo a este señor que escribía la carta, no podemos llamar a don
Quijote ideólogo a no ser…
A no
ser en un sentido muy diferente al que usted dice: en el sentido de que don Quijote
se fabrica una realidad a su gusto y a su conveniencia, y a esa realidad
inventada lo amolda todo. Eso es un ideólogo (en la acepción peyorativa del término, claro: no tengo nada contra quien desarrolla el pensamiento de un
partido o de una asociación): el que, sentado en su despacho, se calienta la
cabeza y se fabrica una realidad virtual para tratar de imponerla, no sólo a sí
mismo, sino a todo el mundo. El que se sienta en su despacho y decide que hay
una parte de la humanidad, los que tienen la nariz chata por ejemplo, que nacen
para ser parásitos de los demás, y que la misión del buen gobernante es hacer
que esa casta maldita desaparezca de la faz de la tierra. O decide que la
historia del mundo se reduce a la lucha de los hombres A por someter a los
hombres B, y que todo lo demás que vemos en el mundo no son más que inventos de
los hombres A para confundir y alienar a los B. Si todos los demás no lo ven así,
si todos los demás ven molinos, peor para todos los demás. No hay un loco que circula
en dirección contraria, son todos los demás los que se equivocan de dirección.
Esos
son ideólogos. Y existen, como bien sabemos. Y son un fenómeno relativamente
nuevo en la historia, por lo menos en la historia del mundo que conocemos. En
ese sentido, Cervantes no hace sino profetizarlos. Don Quijote no se esfuerza
por adaptarse a la realidad, sino que trata por todos los medios de que la realidad
se adapte a su cosmovisión caballeresca. “Bien se ve que no estás versado en
esto de la caballería”, le dice a Sancho. Ellos son gigantes, y si no estás
dispuesto a enfrentarte a ellos, apártate y mira. Y termina por hacer
prosélitos: en la segunda parte, muchos otros entran en su juego. ¿Es bacía o
yelmo? Ya saben, don Quijote porfiaba que era el yelmo de Mambrino la bacía que
llevaba un barbero puesta en la cabeza para protegerse del sol. “Será baciyelmo”,
concluye Sancho, en una magnífica alegoría de lo que más tarde se llamará la
equidistancia o el consenso.
“La libertad,
amigo Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los
cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el
mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar
la vida”
“Dulcinea
del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado caballero
de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta,
caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra.”
“Sancho
amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de
hierro para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo
soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los
valerosos hechos… Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas de esta
noche, su extraño silencio, el sordo y confuso estruendo de estos árboles… Pues
todo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya
hace que el corazón me reviente en el pecho con el deseo que tiene de acometer
esta aventura, por más dificultosa que se muestra.”
Todo esto son pensamientos de idealista, aunque más
que este de idealista soy partidario de utilizar el adjetivo magnánimo. Lo de idealista se presta a
ambigüedades. Por cierto, que trabajando hace poco, en clase, con chicos en torno
a los catorce años, el pasaje de los molinos, nos encontramos con esta pregunta
del libro de texto: “Don Quijote es un loco, pero le mueven grandes ideales. Señala
cómo se muestra esto en el texto”. En esta profesión nunca te curas de espanto,
así que me dejó perplejo una pregunta de un alumno: “¿Qué quiere decir eso de
grandes ideales?”... Bueno, es posible que dentro de poco haya que empezar a
explicar el Quijote, y muchas otras cosas, diciendo que antiguamente había
hombres para quienes la vida no tenía como objeto solamente meter y sacar cosas
del cuerpo; quizá haya llegado ya ese momento. Pero creo que no es el caso de
los que estamos aquí.
Volvamos al tema: Alonso Quijano, don Quijote, es,
en efecto, con palabra que ha caído en desuso, un hombre magnánimo, es decir,
de ánimo grande. Alguien que no se conforma si no hace de su vida algo por
encima de lo común. Alguien a quien no le asustan, antes al contrario, las
grandes empresas, las aventuras, y para quien su propia persona se halla en
último lugar de sus intereses. En el cielo no hay almejas, como bien sabía Álvaro de Laiglesia, sino almas
grandes, gente magnánima. Y aunque el mundo le niegue esas grandes empresas, él
no decae en su ánimo: en medio de la noche se encuentran el caballero y su
escudero con unos sonidos misteriosos. Don Quijote quiere emprender la
aventura, pero Sancho está muerto de miedo y le ata las patas a Rocinante para
que no se pueda mover; y allí pasan la noche. Cuando amanece, resulta que los
ruidos misteriosos no eran más que el tamborileo de unos mazos de batán, de un
molino para machacar telas. Y Sancho, en uno de los pasajes más desternillantes
del libro, se burla de su amo parodiando sus mismas palabras: “Has de saber,
amigo Sancho, que yo nací en esta edad de hierro…”. Pero don Quijote se
defiende:
¿Paréceos a vos que si como estos fueron mazos de
batán fueran otra peligrosa aventura, no habría yo mostrado el ánimo que
convenía para emprendella y acaballa?
Y dice bien. Otras cosas le faltarían, pero ánimo
no. El drama de don Quijote, vamos a verlo ya, es que se trata de una
magnanimidad mal encauzada; una magnanimidad sacada de quicio; que, como diría Marcos Mundstock, no le acertaba bien
al recipiente.
Me ayudó mucho a comprender el Quijote una carta al director
en un periódico local. ¿Comprender, digo? Comprender, quiero decir, una de sus
múltiples implicaciones y enseñanzas, ya que cada uno ha de ver en el Quijote
lo que el Quijote le diga a él personalmente. Léanlo y saquen conclusiones. No
vayan a ir luego diciendo pro ahí que “comprenden” el Quijote porque un día en
la universidad un señor se lo explicó. Nada más lejos de mi intención.
Pero a lo que iba: en aquella carta el lector (de cuyo
nombre, por supuesto, no me acuerdo aunque quiera) se quejaba de que alguien
había dicho que las ideologías estaban en crisis. Ya saben, el viejo tema del “crepúsculo
de las ideologías” que puso de moda en los años 60 Gonzalo Fernández de la Mora y que ya se ha convertido en un
tópico. El crepúsculo de las ideologías es
uno de esos libros que se lo deben todo a su título. Pocos son los que lo han
leído pero todos hablan de él. Pasa, por ejemplo, con La decadencia de Occidente, del que dicen que es un ladrillo
insoportable e interminable, y que si Spengler
lo hubiese titulado “Ensayo de morfología de la historia”, que es lo que figura
en el subtítulo y lo que más le conviene, no habría tenido el mismo éxito. Es
lo que decía Borges, el perverso, de
Eduardo Mallea, su compatriota, el
autor de Todo verdor perecerá y La bahía del silencio: “Qué bonitos
títulos pone Eduardo Mallea; qué
pena que tenga la manía de adjuntarles un libro”. No digo yo que pase lo mismo
con El crepúsculo de las ideologías:
me parece un ensayo muy bueno y la prosa de Fernández de la Mora es brillante. Sucede que su mismo título es
tan decidor que parece que dispensa de leerlo.
Al tema: ¿qué quieren decir con eso del crepúsculo de las
ideologías? Pues eso mismo: que la política no es ya cosa de doctrinas sino de
hechos. El hombre de Estado se acredita, no por su visión del mundo, sino por
su capacidad para gestionar la república (en el sentido lato de la palabra). Y
esto se puede aplaudir y se puede lamentar. Entre los que lo lamentan estaba
este señor de la carta. Y en apoyo a las ideologías reivindicaba a don Quijote,
el gran idealista, el hombre dispuesto a dar su vida por un ideal, que aunque
acabó derrotado por la vulgar y triste realidad, nos dejó para siempre su
ejemplo y su bandera.
Me faltó tiempo para coger la vieja Olivetti y pergeñar otra
carta con la que trataba de sacar a este hombre de su lamentable confusión
entre el ideal y la ideología. Mira, querido amigo, venía a decir: don Quijote
no es un ideólogo. No me lo empequeñezcas. Una ideología no es más que una
filosofía de andar por casa, una filosofía light,
diríamos hoy, con el lenguaje de la Coca Cola; una filosofía que se adultera al
hacerse política; un conjunto de normas doctrinarias vagamente inspiradas en
algún pensador y que tratan de marcar el rumbo de una nación, o quizá del
mundo: Comte y Nietzsche reducidos a Adolfo
Hitler, Hegel caricaturizado en Fidel Castro. No. Don Quijote no es un
ideólogo, sino un idealista, cosa harto diferente. A veces coinciden, pero un
ideólogo puede ser un hombre con corazón de computadora.
Un túmulo en Sevilla. Igualmente, el sueño de don Quijote se
resuelve, para los que miramos desde fuera, en un pobre hombre con los ojos
vendados subido a un caballo de madera, en una figura absurda que se estrella
contra un molino. Y, cuando él recupera el seso y se da cuenta de todo, no le
queda sino morir, y presa de la melancolía se va a pesar de los ruegos de
Sancho, ese Sancho siempre lleno de sentido común y con los pies bien anclados
en el suelo:
No se muera vuesa
merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor
locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más,
sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía.
Sancho se da cuenta: es la melancolía la que acaba con don
Quijote. Pero hubo siempre algo en esta muerte que no me acababa de cuadrar. Si
el sueño no pudo ser, y ya no había lugar a la rebeldía, uno podía esperar
resignación: el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea Dios. Y empieza,
en efecto, con un “bendito sea Dios”. Pero, sorprendentemente, las últimas palabras
de don Quijote son de agradecimiento:
-¡Bendito sea el poderoso
Dios, que tanto bien me ha hecho!... Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las
sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y
continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus
disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan
tarde, que no me deja tiempo para hace alguna recompensa, leyendo otros que
sean luz del alma.
Y les dice a sus amigos:
Dadme albricias,
buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano,
a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de
Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, ya me son odiosas todas las
historias profanas de la andante caballería, ya conozco mi necedad y el peligro
en que me pusieron haberlas leído, ya, por misericordia de Dios, escarmentando
en cabeza propia, las abomino.
Está contento, pues, de no ser ya un caballero. ¿Es un
sarcasmo ante lo inevitable? ¿Es amargura disfrazada de contento, porque el
mundo ya no quiere paladines? Pudiera ser. Pero puede que haya algo más hondo.
Que don Quijote, en efecto, hubiera escarmentado. Que hubiera aprendido una
lección.
El Quijote es, en
gran parte, la crónica de ese desengaño. Cervantesera
el Verbo de la España de entre esos dos siglos, y dijo su palabra, que fue el
libro que este año es objeto de todas las conmemoraciones. Su gestación fue
lenta y debió de ir acompañada de muchas meditaciones por parte de su autor. No
cabe duda de que fue su gran proyecto, esa obra con la que todos los artistas
sueñan y que quiere ser como una prolongación de sí mismos, como una imagen
suya en palabras, en colores o en sonidos. “Desocupado lector, sin juramento me
podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el
más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse”.Sin juramento se lo podemos creer, en efecto,
pero esto no lo había dicho de ningún otro de sus libros. Tengo para mí que
algún barrunto tenía Cervantes de
que aquello, salvando su humildad y su modestia de cara al público,
perfectamente comprensibles, era algo de eso que normalmente se califica como “fuera
de serie”.
Ya a la muerte de Felipe II, Cervantes nos había dado un
anticipo, una “maqueta” de su obra cumbre, un soneto que yo siempre he considerado
como un Quijote comprimido o en miniatura, porque la motivación es la misma. Felipe II fue quien había capitaneado
aquel sueño caballeresco. Ahora está muerto y en Sevilla le levantan un vistoso
catafalco, tan airoso como lo fue su imperio:
"Voto a Dios que me
espanta esta grandeza y que diera un doblón por describilla; porque ¿a quién no sorprende y maravilla esta máquina insigne, esta riqueza?
Por Jesucristo vivo, cada pieza vale más de un millón, y que es mancilla que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla!, Roma triunfante en ánimo y nobleza.
Apostaré que el ánima del muerto por gozar este sitio hoy ha dejado la gloria donde vive eternamente. "
Esto oyó un valentón, y dijo: "Es cierto cuanto dice voacé, señor soldado. Y el que dijere lo contrario, miente."
Y luego, incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.
Un monumento que impresiona, un
monumento que sin embargo no es más que un túmulo, que sólo tiene dentro
ceniza, y dos figurones que se imaginan apuntalarlo con su pose gallarda, con
su pose de matones, una pose que se resuelve en nada: “fuese, y no hubo nada”. Ese nada, al final del poema, es
desolador. Ese nada
viene a constituirse en un estribillo en el Barroco español : ”en polvo, en
humo, en sombra, en nada”, culmina también un famoso poema de Góngora. Es el desengaño. Es una
desolación sólo comparable al sarcasmo del poeta Cervantes, echando abajo en el estrambote, en un quiebro
inesperado, toda la pompa con que se adornaban estos dos. Estos dos, que, por
cierto, pueden ser imagen de todos aquellos españoles que no eran conscientes de
lo que pasaba, que eran muchos, incluso entre los artistas. Y en este sentido
es curioso que provocase un trauma mucho mayor, tres siglos más tarde, el
llamado “desastre del 98”, que al cabo se reducía a la pérdida de los últimos
flecos del imperio: toda una generación de intelectuales fue bautizada con este
número, el 98. Una generación de intelectuales que parece que no hacían sino percibir,
con tres siglos de retraso, lo que había pasado a finales del XVI. Entonces,
hacia 1600, muy pocos vieron que con la Invencible se hundía una forma de
entender la vida para muchos hombres. Aunque quizá bastase que esos pocos
llevaran los nombres de Miguel de
Cervantes y Francisco de Quevedo.
Tal vez las palabras más famosas de san Juan en su
Evangelio sean aquellas del prólogo que dicen: "y el Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros". Muchas veces he pensado que la España del Siglo de
Oro tomó carne también, y lo hizo en la persona de un tal Miguel de
Cervantes. En efecto: sería difícil encontrar una vida que, como la suya,
refleje el itinerario de aquella España, desde el imperio en que no se ponía el
sol y la conquista del Nuevo Mundo hasta la Invencible y el cansancio de
"la carrera de la edad", que dijo Quevedo.
Cervantes es el optimismo de la España imperial, que
se come el mundo literalmente, que lucha en Lepanto, "la mayor ocasión que
vieron los siglos", y se enorgullece de ello. La España de "un
monarca, un imperio y una espada", según el famoso verso de Hernando de
Acuña. Cervantes es, como su patria, guerrero y poeta, protagonista
de un Renacimiento que tenía como objetivo hacer palidecer de envidia a los
griegos y a los romanos, pues, entre otras cosas, ellos no descubrieron un nuevo
mundo. Era una España, también, de caballeros andantes. Los españoles devoraban
las novelas de caballerías y se veían superando a los lanzarotes, los tristanes
y los amadises con sus hazañas en América. La toponimia de América ofrece
ejemplos de este fervor caballeresco, como es el caso de California, por
ejemplo. En realidad, España era, colectivamente, un caballero andante que iba
a correr al rescate de la doncella en peligro. Doncella en peligro que noera otra sino la catolicidad: la unidad
cristiana medieval que había entrado en crisis. Y mientras en su nombre se
abrían nuevos frentes en América, se combatía en Europa contra los jayanes y
malandrines que querían destruirla.
Y luego, Cervantes es también el desengaño. Su propio
"pase a la reserva", por así decir, viene seguido por el desastre de
la Invencible (él mismo había tenido como oficio recaudar fondos para esta
empresa): de aquella armada que iba a dar una batalla decisiva a favor de la
doncella en peligro. Con ese desastre viene el desengaño: "no hallé nada
en que poner los ojos que no fuera recuerdo de la muerte". La España del
XVII está marcada por este desengaño, palabra que será muy repetida por todos
los intelectuales de la época. El Barroco, en España, es el despertar de un
sueño caballeresco que acaba tirado en una playa. Para Miguel de Cervantes,
también, a partir de su rescate de Argel, empieza una vida oscura, de trabajos
y de privaciones. Él es uno más de todos esos héroes que después de haberse
dejado la piel por su patria se ven abandonados por ella cuando las cosas van
mal. Hollywood nos los ha dado a conocer a propósito de Vietnam, pero existen
en todas las épocas y en todos los países. Cervantes se ve en la cárcel,
es excomulgado, su matrimonio fracasa. Es, una vez más, la viva imagen del
imperio espiritual que soñaban los césares Carlos y Felipe,
venido a pique con las naves que no habían ido a luchar contra los elementos.
(Universidad de Valladolid, mayo de 2005. Ceremonia de clausura del curso 2004-2005 de los Colegios Mayores de la villa)
La realidad virtual de don Quijote he dado como
título, y si ese título ha llevado a alguien a pensar en algo relacionado con
las nuevas tecnologías, voy a decepcionarle. No se trata de mostrar cómo tratan
a don Quijote las redes de información, o de ofrecer una lista de sitios web
que se ocupan de Cervantes y de su personaje. Creo que de todo eso
andamos ya saturados en lo que va de este año 2005 en que conmemoramos el
centenario y tal vez todo esto del Quijote empiece a cansarnos a fuerza de
frivolizar sobre el tema: concursos, exposiciones, tebeos de Mortadelo,
videojuegos quizá, todo muy vistoso y muy loable en parte, pero acaso un tanto
superficial y, a la postre, alejado de lo que es en sí la obra.
No. Con lo de la "realidad virtual" quiero
referirme a esa que don Quijote se creyó, la que habitaba y era su elemento,
hasta el punto de que murió al salir de ella, como el pez fuera del agua. Y soy
consciente de que esa expresión, realidad virtual, es contradictoria en
sus términos: si algo es real no es virtual y viceversa. Mundo virtual
sería quizá más aceptable, pero lo otro se ha impuesto y por eso quiero
utilizarlo aquí, aunque sea con algo de ironía.
Decíamos que se presenta la obra como un contrapunto entre
los dos antagonistas: páginas para Unamuno, páginas para Astray.
Y a través de ese contrapunto vamos conociendo a ambos y a sus motivaciones
para obrar como lo hicieron en el Paraninfo. Don Miguel, desde su
inicial apoyo al Alzamiento hasta su desengaño producido por el rumbo que
tomaban los hechos. Astray, desde su pasado guerrero y heroico y años
más allá, hasta su infancia. Y es aquí donde cabe hacer un reproche al libro de
Rojas. Reproche no en cuanto a obra de creación, pues el autor tiene
derecho, en este aspecto, a encauzarlo como le plazca. Sino en cierto
desequilibrio que se observa en el tratamiento de ambas figuras. Rojas
siempre ha dejado clara su toma de partido en aquella contienda (recordemos lo
explícito de uno de sus títulos, Por qué perdimos la guerra) y también
queda clara su admiración por don Miguel. Todo ello viene a convertir su
libro en una historia de "el bueno contra el malo". Entendámonos, no
de buenos y malos, porque eso sí que lo tiene superado el autor, y así lo
refleja en sus páginas: si en algo se insiste en ellas es en el carácter incivil
de la guerra (para utilizar el término de Unamuno); los malos estaban en
ambos lados. Pero si el rector de Salamanca viene a representar el heroísmo y
la defensa valiente de la verdad frente a aquella incivilidad, Millán Astray
es la figura en quien se encarna todo lo abominable del bando faccioso y,
quizá, de toda la contienda.
Rojas intenta, pues, explicar de algún modo ese
fanatismo, esa irracionalidad que llevaron al fundador del Tercio a gritar
"¡Muera la inteligencia!" y a comportarse con frecuencia de modo
acorde con ese grito. Por ello procede con él de un modo psicoanalítico,
buscando en el pasado razones ocultas que expliquen sus desafueros: su
vergüenza por saber a su padre cómplice de un famoso asesinato y la orfandad
espiritual consiguiente le llevan, por un lado, a ese "servilismo"
hacia Franco (nuevo padre a quien admirar) y, por otro, a esa idea de la muerte
como novia redentora a quien el réprobo se abraza como expiación.
Este enfoque psicoanalítico está ausente en el tratamiento
de Unamuno, que, insisto, figura como héroe del drama. Un desequilibrio
que resta objetividad al libro sin que lo haga prescindible ni mucho menos,
pero sí necesitado de lecturas complementarias.
La literatura es capaz de arrojar luz sobre una época histórica, llegando donde no llega el frío trabajo de investigación; o puede, por el contrario, desfigurarnos personajes y hechos, sin que ello afecte a su calidad como obra literaria. De lo segundo tenemos ejemplos desde Mio Cid, ese magnífico drama tan endeble como documento histórico; mientras que sería ejemplo eminente de lo primero la dickensiana Historia de dos ciudades.
En honor al libro de Carlos Rojas, hay que
decir que aclara más que desfigura. Bien es cierto que no se trata de una
novela, pero contiene elementos novelísticos: en su estructura, a modo de
contrapunto entre los dos protagonistas, que se encuentran en el momento
cumbre, el cráter, que diría Vargas Llosa; en los epígrafes de
cada parte ("La hoguera", "La fiesta de la raza", "El
invierno y la muerte"), que, amén de su aire novelesco, configuran una
especie de ascensión, clímax y anticlímax de la trama; en la presentación
de los hechos con esa tensión que todo buen narrador sabe crear. Nos hallamos,
pues, ante un nuevo modo de contar la historia, similar a lo que hicieron los
adalides del nuevo periodismo norteamericano (Capote, Wolfe)
con el reportaje de actualidad. Un tratamiento de la noticia o de la historia
que los acerca a la literatura. Tratamiento quizá nuevo, pero quién nos dice
que no viene a enlazar con arcaicos modos de historiar.
A Hammett se le ha considerado maestro de muchas
cosas, pero no sé si alguien habrá reparado en su condición de humorista
eminente. Un humor especial, humor negro, por supuesto. Se ha hablado de la
denuncia social implícita en sus obras. Pero tal vez si Hammett no
hubiese sido simpatizante socialista este aspecto se habría hecho notar menos.
Si hay denuncia, se manifiesta sobre todo a través del humor. Pero el humor
está más bien al servicio, creo, de un afán esperpéntico. Hammett tiene
ribetes quevedescos o valleinclanescos, a pesar de que todo lo que ocurre en
sus historias es perfectamente serio. No hay personajes disparatados,
cómicos, ni estamos ante un espejo cóncavo, pero sí ante un ingrediente que se
hace notar.
No, no creo que se trate de obras de denuncia. El detective
protagonista, que es superior a todos los demás personajes con quienes se
encuentra, y que lo sabe, los hace objeto de una mirada despectiva a veces,
compasiva otras. Es la mirada del propio autor, que conoce a fondo la miseria
humana y que se sabe también superior, no porque esté libre de pecado, sino
porque conoce muy bien lo que hay. Y quisiera hacer algo por remediarlo, pero
no sabe cómo. Todo lo que puede hacer es trasplantar a la literatura su
desilusión. Pero una cosa se agradece, y es el rayo de esperanza que supone su
personaje. El detective de la Continental no tiene tampoco la solución, no se
presenta como un Quijote deshacedor de entuertos. Pero es un hombre moralmente
íntegro que realiza su trabajo con toda la limpieza que le permite el entorno
viciado en que se mueve. Quizá tan desencantado como su creador, ha renunciado
a plantearse grandes cuestiones o a planteárselas a nadie. Pero sabe que, si al
menos él actúa rectamente, habrá un sinvergüenza menos. ¿Es este el mensaje
implícito? Quizá su autor no fuera consciente de ello, pero eso importa poco.
Lo que importa es que esa visión desolada del mundo, mezcla de crueldad y
conmiseración, no sirve, como en otros, de excusa para desterrar totalmente la
posibilidad de la honradez. Brindo por Hammett.
Ocurre raramente que leas una novela (o una colección de relatos) de un tirón y a la vez te sientas admirado por su calidad. Por eso, cuando ocurre, hay que reseñarlo. Decía Luis Cernuda (hombre poco dado a los prejuicios en materia de crítica literaria) que, en sus mejores momentos, Dashiell Hammett es superior a Hemingway o Faulkner. Yo nunca lo he dudado. Quizá el alcance de sus obras sea limitado. Pero como maestro del estilo y del arte narrativo no admite discusión. He leído dos veces, con sumo agrado, Cosecha roja, y el volumen titulado El gran golpe (cuatro relatos) me volvió a maravillar. Llevaba mucho tiempo en la estantería de mi casa otra recopilación titulada Dinero sangriento y, vaya usted a saber por qué, hasta ahora no lo había abierto. Nueva y grata sorpresa: hasta el punto de que me pareció ofensivo fragmentar la lectura y me leí un cuento diario (este volumen consta de cinco). No sé qué ponderar más, si la invención, el estilo o el humor. Lo cierto es que todo ello se halla interrelacionado y que una cosa potencia la otra. Por ejemplo, los retratos son inimitables, pero la carga de humor que conllevan no puede separarse de sus magníficas metáforas. Lo mismo ocurre con la narración de hechos o la exploración de estados de ánimo o de intenciones. Y estas excelencias hacen que sigas con doble placer el encadenamiento de los sucesos que te llevan al desenlace inesperado, resuelto con tanto aplomo como ingenio por el detective de la Continental, protagonista invariable de todos los relatos.
Es, pues, un "factor humano" lo que hace a este hombre traicionar a "su patria", aunque, como él dice, su patria sean sólo su mujer y su hijo. No se siente, en efecto, identificado con ninguna de las dos partes. Le resultaría imposible, por muchos motivos, ser comunista, como lo es el señor Halliday, su contacto secreto, tan secreto que ni Castle mismo conocía que lo fuese. Y no siente tampoco la menor simpatía hacia sus colegas del Foreign Office, que, en verdad, no la merecen. Si el librero Halliday es un hombre de fe (como, irónicamente, lo denomina Castle), entregado por convicción a su causa, aquellos son simplemente expertos profesionales, dedicándose a mantener un engranaje al que no se sienten ligados por patriotismo ni nada semejante sino porque el destino los ha colocado allí. Verdaderamente, en la guerra que libra Castle hay poco lugar para actitudes románticas o altruistas. Hombres como el doctor Percival, que asesinará sin el menor escrúpulo a un compañero de Castle sin pruebas definitivas de que fuese el traidor, como quien realiza una operación quirúrgica, o sir John Hargreaves, que lo consiente, forman el contexto apropiado para que Castle se convierta en un escéptico. Antiguo católico, ha abandonado también la práctica de la religión (sin motivos sólidos para ello, todo hay que decirlo, al menos, que se desprendan del relato), y su intento de confesión era claramente un desahogo y no un arrepentimiento, lo que provoca que el sacerdote lo mande al psiquiatra. Solamente en su mujer y en su hijo tiene fe, y sólo a ellos guarda fidelidad como a lo único que realmente lo merece. Y al final se verá trágicametne apartado de ellos por esas estructuras en las que la fatalidad le ha envuelto. Hay, pues, algo de tragedia en la novela, pero el asunto no es original y, aunque dignamente tratado por el autor, no constituye, como decía al principio, su obra maestra. Sí estamos, por supuesto, ante una buena novela, que sabe combinar esas dos facetas de entretenimiento y seriedad que se suelen citar en Greene: una intriga de espionaje y una tragedia humana. Es este, quizá, el reto que tiene planteada la novela actual: puesto que las tramas aventureras son las que menos se agotan, dejarse de rizar el rizo en busca de argumentos originales y volver a la aventura, para después edificar sobre ella, montando una paralela peripecia humana. Esto es, en suma, lo que hace grande al Quijote.
Sabía que El factor humano era una novela de
espionaje y sabía también que alguien la había clasificado entre las serias
de su autor, entendiendo por no serias las que se dedicaban a glosar
episodios de los servicios secretos o intrigas criminales de alto voltaje (Nuestro
hombre en La Habana, El tercer hombre). Lo cual hacía al tal Factor
humano doblemente interesante, dado que parecía responder a ambas
vertientes de la obra de su autor. Al concluir su lectura, tal información se
revela como cierta, pero no me atrevo a concluir de ello que sea la mejor obra
de Greene. La novela plantea el caso de un agente doble que se creyó
obligado a serlo. Obligado moralmente, por supuesto: un agente comunista le había
ayudado a él y a su esposa negra a salir de Sudáfrica en un momento en que la
estancia allí se hacía ingrata por haber violado las leyes racistas del país.
Carson -el comunista- muere poco después, oficialmente de neumonía, sin que
Castle, el protagonista, pudiese agradecerle sus desvelos. El caso es que a
cambio Castle facilitará durante varios años información a los soviéticos, en
pago del favor. Un día es descubierta una filtración y Castle acaba saliendo de
Inglaterra para instalarse en Moscú, sin que su mujer e hijo adoptivo puedan
hacer otro tanto.
Dejando a un lado la tercera parte, que es una galería de personajes que trató el autor en algún momento de este período, si algo nos deja claro esta libro de San Martín es el estupor que sintió su protagonista ante la absoluta falta de voluntad para defender el Estado del 18 de julio. ¿Quién, en efecto, deseaba realmente la perduración de aquel régimen? Quiero decir quién se hallaba empeñado en ello, porque sobre el papel a nadie le interesaba el triunfo de la subversión, pero no se actuaba en consecuencia, y, como decía santo Tomás, quien dice que quiere algo pero actúa de modo totalmente opuesto es que en realidad no lo quiere. Sólo el llamado bunker, quizá, daba muestras en este sentido, pero eran cada vez más tildados de reaccionarios o catastrofistas.
Fue esto lo que hizo que la mudanza se llevara a cabo con tan curiosa naturalidad: "te quito esto, ¿de acuerdo?; voy a poner esto aquí, ¿te parece?" Si algo nos llama la atención de esta fase de la vida española es la implacable lógica con que actuó la historia, tan inusual en ella que nos costó reconocerla; hasta el punto de que pocos preveían una transición sin que nos diéramos unos cuantos palos. Pero así fue. El régimen, personalista como fue, se apagó conforme se apagaba su fundador, para desembocar llanamente en un sistema democrático homologable a los europeos. La pena fue la inmensa torpeza con que ha actuado luego este nuevo régimen, con una izquierda a la que nunca le ha interesado la democracia y una derecha empeñada en demostrar que a ellos sí, aun a costa de terribles claudicaciones. Es fácil ver, pues, qué es lo que llevó a San Martín a embarcarse en la desgraciada aventura del 81. Encargado de la defensa de un barco, asistió estupefacto a su hundimiento y contempló cómo el nuevo hacía aguas por todas partes. Cuando se le ofreció una oportunidad de reconducir las cosas de acuerdo con sus principios, se lanzó a fondo. Creo que es eso lo que llaman lealtad.