31 agosto 2012

Ahí, ahí.

Una sociedad no puede organizarse ni mantenerse en la realidad legalizando todo tipo de uniones a voluntad de las orientaciones subjetivas de los individuos y de las inclinaciones sexuales de cada uno. No le toca a la ley legitimar tendencias confiriendo derechos cuando a menudo lo que los individuos piden es ser reconocidos en su personalidad porque tienen dificultad para aceptarse

Tony Anatrella, La diferencia prohibida. Negrita mía.

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30 agosto 2012

Miau


Galdós es cruel. Se burla sin piedad de esta colección de seres mediocres como pocas veces lo había hecho con otros de sus personajes, hasta en la manera de nombrarlos. Junto al infeliz cesante Ramón Villaamil se halla su parentela, compuesta por su esposa doña Pura, una manirrota y víctima del qué dirán, su cuñada Milagros, fracasada en su carrera como cantante; su hija Abelarda, la insignificante, la sosa, presa fácil del miserable de su cuñado Víctor Cadalso, el burlador, padre de Luisito, niño visionario que quiere ser cura. Con todos ellos compone Galdós una tragedia que no es tragedia y que casi es esperpento. Ciertamente, en estas condiciones, la vida es insoportable y uno casi aplaude la "decisión final" de don Ramón.

Es, de los que he leído, uno de los títulos más flojos de don Benito, y no me extraña que alguna vez haya sido lectura obligatoria en Secundaria, teniendo en cuenta el panorama educativo en España, que está clamando por un novelista simplemente ingenioso que le dé su merecido. Debió de fascinar su contenido social, único criterio de calidad durante muchos años en la escuela española, y aun fuera de ella. Pero es una novela que adolece de excesos folletinescos, aunque tamizados por la retranca galdosiana. Esto y el castellano casi teresiano del autor, que asimila maravillosamente toda clase de giros populares, dando a la narración un delicioso gracejo, salvan los muebles de lo que no es más que un retablo de marionetas macabras.

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28 agosto 2012

La realidad virtual de don Quijote (y IX)

¿Y España? ¿Cómo enlaza todo esto con la tragedia del imperio que se vino abajo cuando parecía a punto de culminar su proyecto? La tragedia de don Quijote, tal como él mismo la comprendió, nos enseña que también las naciones, los estados, pueden ser víctimas de ensueños y dedicarse a enderezar tuertos en lugar de sencillamente trabajar para el bien común de los súbditos, los ciudadanos o como queramos llamarlo. Carlos I y Felipe II quisieron ser Lanzarote o Tristán y desgastaron a España en la tarea de salvar a la doncella en peligro, la catolicidad amenazada por la Reforma y los caprichos de los reyes. Quizá no tuvieron más remedio: el primer embate de la modernidad fue aquel cuius regio eius religio, que venía a consagrar que cada príncipe adoptase su verdad, la que más le conviniera. Yo, bacía, ese, yelmo, y el de más allá baciyelmo; yo soy de Lutero, yo de Calvino, yo del Papa. Ante este panorama, los monarcas españoles se vieron como obligados a dar la batalla por la vieja unidad medieval. Era difícil darse cuenta, entonces, de que la cristiandad no iban a recobrarla los imperios, ni las espadas. La tarea de los gobiernos es hacer política, en el sentido más noble de esta palabra, que lo tiene. Y, si acaso, dejar a otros que den la batalla espiritual, si hay que darla. Las épocas más prósperas de nuestra historia han venido de recordar esto. Las peores, de olvidarlo. Y, como diría el propio Cervantes, vale. 

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26 agosto 2012

La realidad virtual de don Quijote (VIII)

¿Cuál es el origen de esta casta de explicadores del mundo, de inventores de realidades virtuales? Poco después de morir Cervantes, un hombre va a cambiar toda la historia del pensamiento con tres palabras: cogito, ergo sum; pienso, luego existo; lo que abría el camino para decidir que lo que existe es porque yo lo pienso, o que nada existe más que como yo lo pienso. De hecho, un siglo más tarde, otro señor afirmará sin ambages: esse est percipi: ser es ser percibido. Nada podemos decir acerca de lo que objetivamente son las cosas, pues no le es lícito al hombre salir fuera de su intelecto, de su razón. Sólo podemos hablar de lo que aparece ante nosotros. Yo no tengo derecho a afirmar que a mi lado se encuentra un señor de tupida cabellera negra; como mucho, puedo decir que yo percibo la figura de un señor de tupida cabellera negra.

De este principio se va a nutrir todo el pensamiento de la edad moderna, con consecuencias hasta nuestros días. Yo construyo la realidad a partir de mi conciencia. El ser se funda en mi pensar, y no el pensar en el ser, como había ocurrido en todo el pensamiento antiguo y medieval. Todo esto lleva al famoso relativismo (ese tan nombrado), pero también a esos pensadores light que se empeñan no sólo en explicarnos cómo es realmente el mundo (ellos lo han descubierto) sino a hacérnoslo tragar velis nolis (o sea: de grado o por fuerza), y que tanto han proliferado en los pasados siglos. Porque no siempre estos soñadores son tan magnánimos como don Quijote, y en vez de recibir ellos los palos acaban descargándolos sobre cabeza ajena.
Por esto, entre otras cosas, se ha relacionado al Quijote con la modernidad. El Quijote sería la primera novela moderna no sólo en el sentido estético sino también por sus implicaciones de fondo. Bacía, yelmo o baciyelmo, todo depende de la conciencia de cada cual. Falta saber si a Cervantes le ilusionaba esta perspectiva que empezaba a abrirse camino en la Europa posterior al naufragio de la Invencible. Para saberlo quizá podamos mirar una vez más al final de la historia, a las palabras del hidalgo ya curado de su locura. ¿Qué decía? "Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho..." Se congratula, pues, de haber recuperado el juicio y volver a ser Alonso Quijano "el bueno". El bueno, que no es poco.
Como para confirmarlo, Cervantes escribe después del Quijote una especie de réplica, donde los héroes ya no sueñan ser lo que no son, sino que, magnánimos, generosos, idealistas, enamorados, afrontan todas las contrariedades que la existencia les va sacando al paso hasta lograr la victoria y la felicidad. Se llama Los trabajos de Persiles y Sigismunda y nadie la lee, en una de las mayores injusticias de la literatura universal. Dos siglos más tarde, otro novelista nos dará también un ideal de humanidad alejado de sueños absurdos y realidades virtuales: me refiero al mister Pickwick de Dickens. Con él acaba el tiempo de los caballeros y entra en su lugar el "hombre bueno" (en el buen sentido de la palabra, como diría don Antonio); el hombre incapaz de acometer grandes hazañas (ni siquiera sabe patinar sobre hielo) pero dispuesto a todo, incluso a ir a la cárcel, como efectivamente hace, por ser fiel a sus amigos y a sus principios. Alonso Quijano está en Pickwick, no cabe duda, despojado de la ofuscación caballeresca. Una figura que, lamentablemente, no tendrá mucha continuidad porque inmediatamente la novela se lanzará a dibujar al hombre bestial del Naturalismo y luego al hombre sin atributos, al hombre sin rumbo que justamente la modernidad en crisis acabará produciendo.
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24 agosto 2012

La realidad virtual de don Quijote (VII)


Como tantos otros españoles de su época, Alonso Quijano se había zambullido en los novelones de caballeros andantes, que proliferaron como hongos a raíz del éxito del Amadís, a pesar de su calidad más que discutible. Estos novelones eran la última degeneración de la materia de Bretaña, el universo caballeresco de Camelot, que tantos entusiasmos ha suscitado siempre. Salvando al propio Amadís y, por supuesto, Tirante el Blanco, ninguno de ellos ha pasado a la gran historia de la literatura. Ya en su tiempo, los moralistas los censuraron y los hombres de letras abominaban de su pésima calidad, a pesar de lo cual se vendieron como los proverbiales chicles. Vamos, como si nos halláramos en el 2005. Ya se ve que no es fenómeno nuevo el que libros clamorosamente malos alcancen ventas de espectáculo. Hoy, sencillamente, se han sustituido los gigantes de cien brazos por intrigas eclesiásticas. Al menos, entonces, estos libracos no se leían en las escuelas. En aquella época no existía el concepto de “fomento de la lectura”; no se buscaba el leer por el leer, sino la adquisición de la sabiduría. Eso que salimos perdiendo.

Pero me estoy yendo por las ramas. El caso es que, como bien vio Martín de Riquer, lo que espantaba a Cervantes no era el espíritu caballeresco, magnánimo, que estos libros exaltaban, sino sus disparates y su pésima calidad. Por eso, seguía replicándole yo a este señor que escribía la carta, no podemos llamar a don Quijote ideólogo a no ser…

A no ser en un sentido muy diferente al que usted dice: en el sentido de que don Quijote se fabrica una realidad a su gusto y a su conveniencia, y a esa realidad inventada lo amolda todo. Eso es un ideólogo (en la acepción peyorativa del término, claro: no tengo nada contra quien desarrolla el pensamiento de un partido o de una asociación): el que, sentado en su despacho, se calienta la cabeza y se fabrica una realidad virtual para tratar de imponerla, no sólo a sí mismo, sino a todo el mundo. El que se sienta en su despacho y decide que hay una parte de la humanidad, los que tienen la nariz chata por ejemplo, que nacen para ser parásitos de los demás, y que la misión del buen gobernante es hacer que esa casta maldita desaparezca de la faz de la tierra. O decide que la historia del mundo se reduce a la lucha de los hombres A por someter a los hombres B, y que todo lo demás que vemos en el mundo no son más que inventos de los hombres A para confundir y alienar a los B. Si todos los demás no lo ven así, si todos los demás ven molinos, peor para todos los demás. No hay un loco que circula en dirección contraria, son todos los demás los que se equivocan de dirección.

Esos son ideólogos. Y existen, como bien sabemos. Y son un fenómeno relativamente nuevo en la historia, por lo menos en la historia del mundo que conocemos. En ese sentido, Cervantes no hace sino profetizarlos. Don Quijote no se esfuerza por adaptarse a la realidad, sino que trata por todos los medios de que la realidad se adapte a su cosmovisión caballeresca. “Bien se ve que no estás versado en esto de la caballería”, le dice a Sancho. Ellos son gigantes, y si no estás dispuesto a enfrentarte a ellos, apártate y mira. Y termina por hacer prosélitos: en la segunda parte, muchos otros entran en su juego. ¿Es bacía o yelmo? Ya saben, don Quijote porfiaba que era el yelmo de Mambrino la bacía que llevaba un barbero puesta en la cabeza para protegerse del sol. “Será baciyelmo”, concluye Sancho, en una magnífica alegoría de lo que más tarde se llamará la equidistancia o el consenso.

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22 agosto 2012

La realidad virtual de don Quijote (VI)


“La libertad, amigo Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”
“Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra.”
“Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos… Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas de esta noche, su extraño silencio, el sordo y confuso estruendo de estos árboles… Pues todo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente en el pecho con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más dificultosa que se muestra.”
Todo esto son pensamientos de idealista, aunque más que este de idealista soy partidario de utilizar el adjetivo magnánimo. Lo de idealista se presta a ambigüedades. Por cierto, que trabajando hace poco, en clase, con chicos en torno a los catorce años, el pasaje de los molinos, nos encontramos con esta pregunta del libro de texto: “Don Quijote es un loco, pero le mueven grandes ideales. Señala cómo se muestra esto en el texto”. En esta profesión nunca te curas de espanto, así que me dejó perplejo una pregunta de un alumno: “¿Qué quiere decir eso de grandes ideales?”... Bueno, es posible que dentro de poco haya que empezar a explicar el Quijote, y muchas otras cosas, diciendo que antiguamente había hombres para quienes la vida no tenía como objeto solamente meter y sacar cosas del cuerpo; quizá haya llegado ya ese momento. Pero creo que no es el caso de los que estamos aquí.
Volvamos al tema: Alonso Quijano, don Quijote, es, en efecto, con palabra que ha caído en desuso, un hombre magnánimo, es decir, de ánimo grande. Alguien que no se conforma si no hace de su vida algo por encima de lo común. Alguien a quien no le asustan, antes al contrario, las grandes empresas, las aventuras, y para quien su propia persona se halla en último lugar de sus intereses. En el cielo no hay almejas, como bien sabía Álvaro de Laiglesia, sino almas grandes, gente magnánima. Y aunque el mundo le niegue esas grandes empresas, él no decae en su ánimo: en medio de la noche se encuentran el caballero y su escudero con unos sonidos misteriosos. Don Quijote quiere emprender la aventura, pero Sancho está muerto de miedo y le ata las patas a Rocinante para que no se pueda mover; y allí pasan la noche. Cuando amanece, resulta que los ruidos misteriosos no eran más que el tamborileo de unos mazos de batán, de un molino para machacar telas. Y Sancho, en uno de los pasajes más desternillantes del libro, se burla de su amo parodiando sus mismas palabras: “Has de saber, amigo Sancho, que yo nací en esta edad de hierro…”. Pero don Quijote se defiende:
¿Paréceos a vos que si como estos fueron mazos de batán fueran otra peligrosa aventura, no habría yo mostrado el ánimo que convenía para emprendella y acaballa?
Y dice bien. Otras cosas le faltarían, pero ánimo no. El drama de don Quijote, vamos a verlo ya, es que se trata de una magnanimidad mal encauzada; una magnanimidad sacada de quicio; que, como diría Marcos Mundstock, no le acertaba bien al recipiente.
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21 agosto 2012

La realidad virtual de don Quijote (V)



Me ayudó mucho a comprender el Quijote una carta al director en un periódico local. ¿Comprender, digo? Comprender, quiero decir, una de sus múltiples implicaciones y enseñanzas, ya que cada uno ha de ver en el Quijote lo que el Quijote le diga a él personalmente. Léanlo y saquen conclusiones. No vayan a ir luego diciendo pro ahí que “comprenden” el Quijote porque un día en la universidad un señor se lo explicó. Nada más lejos de mi intención.
Pero a lo que iba: en aquella carta el lector (de cuyo nombre, por supuesto, no me acuerdo aunque quiera) se quejaba de que alguien había dicho que las ideologías estaban en crisis. Ya saben, el viejo tema del “crepúsculo de las ideologías” que puso de moda en los años 60 Gonzalo Fernández de la Mora y que ya se ha convertido en un tópico. El crepúsculo de las ideologías es uno de esos libros que se lo deben todo a su título. Pocos son los que lo han leído pero todos hablan de él. Pasa, por ejemplo, con La decadencia de Occidente, del que dicen que es un ladrillo insoportable e interminable, y que si Spengler lo hubiese titulado “Ensayo de morfología de la historia”, que es lo que figura en el subtítulo y lo que más le conviene, no habría tenido el mismo éxito. Es lo que decía Borges, el perverso, de Eduardo Mallea, su compatriota, el autor de Todo verdor perecerá y La bahía del silencio: “Qué bonitos títulos pone Eduardo Mallea; qué pena que tenga la manía de adjuntarles un libro”. No digo yo que pase lo mismo con El crepúsculo de las ideologías: me parece un ensayo muy bueno y la prosa de Fernández de la Mora es brillante. Sucede que su mismo título es tan decidor que parece que dispensa de leerlo.
Al tema: ¿qué quieren decir con eso del crepúsculo de las ideologías? Pues eso mismo: que la política no es ya cosa de doctrinas sino de hechos. El hombre de Estado se acredita, no por su visión del mundo, sino por su capacidad para gestionar la república (en el sentido lato de la palabra). Y esto se puede aplaudir y se puede lamentar. Entre los que lo lamentan estaba este señor de la carta. Y en apoyo a las ideologías reivindicaba a don Quijote, el gran idealista, el hombre dispuesto a dar su vida por un ideal, que aunque acabó derrotado por la vulgar y triste realidad, nos dejó para siempre su ejemplo y su bandera.
Me faltó tiempo para coger la vieja Olivetti y pergeñar otra carta con la que trataba de sacar a este hombre de su lamentable confusión entre el ideal y la ideología. Mira, querido amigo, venía a decir: don Quijote no es un ideólogo. No me lo empequeñezcas. Una ideología no es más que una filosofía de andar por casa, una filosofía light, diríamos hoy, con el lenguaje de la Coca Cola; una filosofía que se adultera al hacerse política; un conjunto de normas doctrinarias vagamente inspiradas en algún pensador y que tratan de marcar el rumbo de una nación, o quizá del mundo: Comte y Nietzsche reducidos a Adolfo Hitler, Hegel caricaturizado en Fidel Castro. No. Don Quijote no es un ideólogo, sino un idealista, cosa harto diferente. A veces coinciden, pero un ideólogo puede ser un hombre con corazón de computadora.

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19 agosto 2012

La realidad virtual de don Quijote (IV)


Un túmulo en Sevilla. Igualmente, el sueño de don Quijote se resuelve, para los que miramos desde fuera, en un pobre hombre con los ojos vendados subido a un caballo de madera, en una figura absurda que se estrella contra un molino. Y, cuando él recupera el seso y se da cuenta de todo, no le queda sino morir, y presa de la melancolía se va a pesar de los ruegos de Sancho, ese Sancho siempre lleno de sentido común y con los pies bien anclados en el suelo:

No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía.

Sancho se da cuenta: es la melancolía la que acaba con don Quijote. Pero hubo siempre algo en esta muerte que no me acababa de cuadrar. Si el sueño no pudo ser, y ya no había lugar a la rebeldía, uno podía esperar resignación: el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea Dios. Y empieza, en efecto, con un “bendito sea Dios”. Pero, sorprendentemente, las últimas palabras de don Quijote son de agradecimiento:

-¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho!... Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hace alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma.

Y les dice a sus amigos:

Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería, ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído, ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino.

Está contento, pues, de no ser ya un caballero. ¿Es un sarcasmo ante lo inevitable? ¿Es amargura disfrazada de contento, porque el mundo ya no quiere paladines? Pudiera ser. Pero puede que haya algo más hondo. Que don Quijote, en efecto, hubiera escarmentado. Que hubiera aprendido una lección.

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17 agosto 2012

La realidad virtual de don Quijote (III)




El Quijote es, en gran parte, la crónica de ese desengaño. Cervantes era el Verbo de la España de entre esos dos siglos, y dijo su palabra, que fue el libro que este año es objeto de todas las conmemoraciones. Su gestación fue lenta y debió de ir acompañada de muchas meditaciones por parte de su autor. No cabe duda de que fue su gran proyecto, esa obra con la que todos los artistas sueñan y que quiere ser como una prolongación de sí mismos, como una imagen suya en palabras, en colores o en sonidos. “Desocupado lector, sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse”.  Sin juramento se lo podemos creer, en efecto, pero esto no lo había dicho de ningún otro de sus libros. Tengo para mí que algún barrunto tenía Cervantes de que aquello, salvando su humildad y su modestia de cara al público, perfectamente comprensibles, era algo de eso que normalmente se califica como “fuera de serie”.

Ya  a la muerte de Felipe II, Cervantes nos había dado un anticipo, una “maqueta” de su obra cumbre, un soneto que yo siempre he considerado como un Quijote comprimido o en miniatura, porque la motivación es la misma. Felipe II fue quien había capitaneado aquel sueño caballeresco. Ahora está muerto y en Sevilla le levantan un vistoso catafalco, tan airoso como lo fue su imperio:

"Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla;
porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?

Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla!,
Roma triunfante en ánimo y nobleza.

Apostaré que el ánima del muerto
por gozar este sitio hoy ha dejado
la gloria donde vive eternamente. "

Esto oyó un valentón, y dijo: "Es cierto
cuanto dice voacé, señor soldado.
Y el que dijere lo contrario, miente."

Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.



Un monumento que impresiona,  un monumento que sin embargo no es más que un túmulo, que sólo tiene dentro ceniza, y dos figurones que se imaginan apuntalarlo con su pose gallarda, con su pose de matones, una pose que se resuelve en nada: “fuese, y no hubo nada”. Ese nada, al final del poema, es desolador. Ese nada viene a constituirse en un estribillo en el Barroco español : ”en polvo, en humo, en sombra, en nada”, culmina también un famoso poema de Góngora. Es el desengaño. Es una desolación sólo comparable al sarcasmo del poeta Cervantes, echando abajo en el estrambote, en un quiebro inesperado, toda la pompa con que se adornaban estos dos. Estos dos, que, por cierto, pueden ser imagen de todos aquellos españoles que no eran conscientes de lo que pasaba, que eran muchos, incluso entre los artistas. Y en este sentido es curioso que provocase un trauma mucho mayor, tres siglos más tarde, el llamado “desastre del 98”, que al cabo se reducía a la pérdida de los últimos flecos del imperio: toda una generación de intelectuales fue bautizada con este número, el 98. Una generación de intelectuales que parece que no hacían sino percibir, con tres siglos de retraso, lo que había pasado a finales del XVI. Entonces, hacia 1600, muy pocos vieron que con la Invencible se hundía una forma de entender la vida para muchos hombres. Aunque quizá bastase que esos pocos llevaran los nombres de Miguel de Cervantes y Francisco de Quevedo


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15 agosto 2012

La realidad virtual de don Quijote (II)


Tal vez las palabras más famosas de san Juan en su Evangelio sean aquellas del prólogo que dicen: "y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros". Muchas veces he pensado que la España del Siglo de Oro tomó carne también, y lo hizo en la persona de un tal Miguel de Cervantes. En efecto: sería difícil encontrar una vida que, como la suya, refleje el itinerario de aquella España, desde el imperio en que no se ponía el sol y la conquista del Nuevo Mundo hasta la Invencible y el cansancio de "la carrera de la edad", que dijo Quevedo.
                                                     
Cervantes es el optimismo de la España imperial, que se come el mundo literalmente, que lucha en Lepanto, "la mayor ocasión que vieron los siglos", y se enorgullece de ello. La España de "un monarca, un imperio y una espada", según el famoso verso de Hernando de Acuña. Cervantes es, como su patria, guerrero y poeta, protagonista de un Renacimiento que tenía como objetivo hacer palidecer de envidia a los griegos y a los romanos, pues, entre otras cosas, ellos no descubrieron un nuevo mundo. Era una España, también, de caballeros andantes. Los españoles devoraban las novelas de caballerías y se veían superando a los lanzarotes, los tristanes y los amadises con sus hazañas en América. La toponimia de América ofrece ejemplos de este fervor caballeresco, como es el caso de California, por ejemplo. En realidad, España era, colectivamente, un caballero andante que iba a correr al rescate de la doncella en peligro. Doncella en peligro que no  era otra sino la catolicidad: la unidad cristiana medieval que había entrado en crisis. Y mientras en su nombre se abrían nuevos frentes en América, se combatía en Europa contra los jayanes y malandrines que querían destruirla.

Y luego, Cervantes es también el desengaño. Su propio "pase a la reserva", por así decir, viene seguido por el desastre de la Invencible (él mismo había tenido como oficio recaudar fondos para esta empresa): de aquella armada que iba a dar una batalla decisiva a favor de la doncella en peligro. Con ese desastre viene el desengaño: "no hallé nada en que poner los ojos que no fuera recuerdo de la muerte". La España del XVII está marcada por este desengaño, palabra que será muy repetida por todos los intelectuales de la época. El Barroco, en España, es el despertar de un sueño caballeresco que acaba tirado en una playa. Para Miguel de Cervantes, también, a partir de su rescate de Argel, empieza una vida oscura, de trabajos y de privaciones. Él es uno más de todos esos héroes que después de haberse dejado la piel por su patria se ven abandonados por ella cuando las cosas van mal. Hollywood nos los ha dado a conocer a propósito de Vietnam, pero existen en todas las épocas y en todos los países. Cervantes se ve en la cárcel, es excomulgado, su matrimonio fracasa. Es, una vez más, la viva imagen del imperio espiritual que soñaban los césares Carlos y Felipe, venido a pique con las naves que no habían ido a luchar contra los elementos. 


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13 agosto 2012

La realidad virtual de don Quijote (I)


(Universidad de Valladolid, mayo de 2005. Ceremonia de clausura del curso 2004-2005 de los Colegios Mayores de la villa)


La realidad virtual de don Quijote he dado como título, y si ese título ha llevado a alguien a pensar en algo relacionado con las nuevas tecnologías, voy a decepcionarle. No se trata de mostrar cómo tratan a don Quijote las redes de información, o de ofrecer una lista de sitios web que se ocupan de Cervantes y de su personaje. Creo que de todo eso andamos ya saturados en lo que va de este año 2005 en que conmemoramos el centenario y tal vez todo esto del Quijote empiece a cansarnos a fuerza de frivolizar sobre el tema: concursos, exposiciones, tebeos de Mortadelo, videojuegos quizá, todo muy vistoso y muy loable en parte, pero acaso un tanto superficial y, a la postre, alejado de lo que es en sí la obra.

No. Con lo de la "realidad virtual" quiero referirme a esa que don Quijote se creyó, la que habitaba y era su elemento, hasta el punto de que murió al salir de ella, como el pez fuera del agua. Y soy consciente de que esa expresión, realidad virtual, es contradictoria en sus términos: si algo es real no es virtual y viceversa. Mundo virtual sería quizá más aceptable, pero lo otro se ha impuesto y por eso quiero utilizarlo aquí, aunque sea con algo de ironía.

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11 agosto 2012

¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte! Salamanca, 1936 (y II)


Decíamos que se presenta la obra como un contrapunto entre los dos antagonistas: páginas para Unamuno, páginas para Astray. Y a través de ese contrapunto vamos conociendo a ambos y a sus motivaciones para obrar como lo hicieron en el Paraninfo. Don Miguel, desde su inicial apoyo al Alzamiento hasta su desengaño producido por el rumbo que tomaban los hechos. Astray, desde su pasado guerrero y heroico y años más allá, hasta su infancia. Y es aquí donde cabe hacer un reproche al libro de Rojas. Reproche no en cuanto a obra de creación, pues el autor tiene derecho, en este aspecto, a encauzarlo como le plazca. Sino en cierto desequilibrio que se observa en el tratamiento de ambas figuras. Rojas siempre ha dejado clara su toma de partido en aquella contienda (recordemos lo explícito de uno de sus títulos, Por qué perdimos la guerra) y también queda clara su admiración por don Miguel. Todo ello viene a convertir su libro en una historia de "el bueno contra el malo". Entendámonos, no de buenos y malos, porque eso sí que lo tiene superado el autor, y así lo refleja en sus páginas: si en algo se insiste en ellas es en el carácter incivil de la guerra (para utilizar el término de Unamuno); los malos estaban en ambos lados. Pero si el rector de Salamanca viene a representar el heroísmo y la defensa valiente de la verdad frente a aquella incivilidad, Millán Astray es la figura en quien se encarna todo lo abominable del bando faccioso y, quizá, de toda la contienda.

Rojas intenta, pues, explicar de algún modo ese fanatismo, esa irracionalidad que llevaron al fundador del Tercio a gritar "¡Muera la inteligencia!" y a comportarse con frecuencia de modo acorde con ese grito. Por ello procede con él de un modo psicoanalítico, buscando en el pasado razones ocultas que expliquen sus desafueros: su vergüenza por saber a su padre cómplice de un famoso asesinato y la orfandad espiritual consiguiente le llevan, por un lado, a ese "servilismo" hacia Franco (nuevo padre a quien admirar) y, por otro, a esa idea de la muerte como novia redentora a quien el réprobo se abraza como expiación.

Este enfoque psicoanalítico está ausente en el tratamiento de Unamuno, que, insisto, figura como héroe del drama. Un desequilibrio que resta objetividad al libro sin que lo haga prescindible ni mucho menos, pero sí necesitado de lecturas complementarias.


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09 agosto 2012

¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte! Salamanca, 1936 (I)

La literatura es capaz de arrojar luz sobre una época histórica, llegando donde no llega el frío trabajo de investigación; o puede, por el contrario, desfigurarnos personajes y hechos, sin que ello afecte a su calidad como obra literaria. De lo segundo tenemos ejemplos desde Mio Cid, ese magnífico drama tan endeble como documento histórico; mientras que sería ejemplo eminente de lo primero la dickensiana Historia de dos ciudades.

 En honor al libro de Carlos Rojas, hay que decir que aclara más que desfigura. Bien es cierto que no se trata de una novela, pero contiene elementos novelísticos: en su estructura, a modo de contrapunto entre los dos protagonistas, que se encuentran en el momento cumbre, el cráter, que diría Vargas Llosa; en los epígrafes de cada parte ("La hoguera", "La fiesta de la raza", "El invierno y la muerte"), que, amén de su aire novelesco, configuran una especie de ascensión, clímax y anticlímax de la trama; en la presentación de los hechos con esa tensión que todo buen narrador sabe crear. Nos hallamos, pues, ante un nuevo modo de contar la historia, similar a lo que hicieron los adalides del nuevo periodismo norteamericano (Capote, Wolfe) con el reportaje de actualidad. Un tratamiento de la noticia o de la historia que los acerca a la literatura. Tratamiento quizá nuevo, pero quién nos dice que no viene a enlazar con arcaicos modos de historiar. 


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08 agosto 2012

Dinero sangriento (y II)


A Hammett se le ha considerado maestro de muchas cosas, pero no sé si alguien habrá reparado en su condición de humorista eminente. Un humor especial, humor negro, por supuesto. Se ha hablado de la denuncia social implícita en sus obras. Pero tal vez si Hammett no hubiese sido simpatizante socialista este aspecto se habría hecho notar menos. Si hay denuncia, se manifiesta sobre todo a través del humor. Pero el humor está más bien al servicio, creo, de un afán esperpéntico. Hammett tiene ribetes quevedescos o valleinclanescos, a pesar de que todo lo que ocurre en sus historias es perfectamente serio. No hay personajes disparatados, cómicos, ni estamos ante un espejo cóncavo, pero sí ante un ingrediente que se hace notar.

No, no creo que se trate de obras de denuncia. El detective protagonista, que es superior a todos los demás personajes con quienes se encuentra, y que lo sabe, los hace objeto de una mirada despectiva a veces, compasiva otras. Es la mirada del propio autor, que conoce a fondo la miseria humana y que se sabe también superior, no porque esté libre de pecado, sino porque conoce muy bien lo que hay. Y quisiera hacer algo por remediarlo, pero no sabe cómo. Todo lo que puede hacer es trasplantar a la literatura su desilusión. Pero una cosa se agradece, y es el rayo de esperanza que supone su personaje. El detective de la Continental no tiene tampoco la solución, no se presenta como un Quijote deshacedor de entuertos. Pero es un hombre moralmente íntegro que realiza su trabajo con toda la limpieza que le permite el entorno viciado en que se mueve. Quizá tan desencantado como su creador, ha renunciado a plantearse grandes cuestiones o a planteárselas a nadie. Pero sabe que, si al menos él actúa rectamente, habrá un sinvergüenza menos. ¿Es este el mensaje implícito? Quizá su autor no fuera consciente de ello, pero eso importa poco. Lo que importa es que esa visión desolada del mundo, mezcla de crueldad y conmiseración, no sirve, como en otros, de excusa para desterrar totalmente la posibilidad de la honradez. Brindo por Hammett.

Julio 1993

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06 agosto 2012

Dinero sangriento (I)

Ocurre raramente que leas una novela (o una colección de relatos) de un tirón y a la vez te sientas admirado por su calidad. Por eso, cuando ocurre, hay que reseñarlo. Decía Luis Cernuda (hombre poco dado a los prejuicios en materia de crítica literaria) que, en sus mejores momentos, Dashiell Hammett es superior a Hemingway o Faulkner. Yo nunca lo he dudado. Quizá el alcance de sus obras sea limitado. Pero como maestro del estilo y del arte narrativo no admite discusión. He leído dos veces, con sumo agrado, Cosecha roja, y el volumen titulado El gran golpe (cuatro relatos) me volvió a maravillar. Llevaba mucho tiempo en la estantería de mi casa otra recopilación titulada Dinero sangriento y, vaya usted a saber por qué, hasta ahora no lo había abierto. Nueva y grata sorpresa: hasta el punto de que me pareció ofensivo fragmentar la lectura y me leí un cuento diario (este volumen consta de cinco). No sé qué ponderar más, si la invención, el estilo o el humor. Lo cierto es que todo ello se halla interrelacionado y que una cosa potencia la otra. Por ejemplo, los retratos son inimitables, pero la carga de humor que conllevan no puede separarse de sus magníficas metáforas. Lo mismo ocurre con la narración de hechos o la exploración de estados de ánimo o de intenciones. Y estas excelencias hacen que sigas con doble placer el encadenamiento de los sucesos que te llevan al desenlace inesperado, resuelto con tanto aplomo como ingenio por el detective de la Continental, protagonista invariable de todos los relatos.


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05 agosto 2012

El factor humano (y II)

Es, pues, un "factor humano" lo que hace a este hombre traicionar a "su patria", aunque, como él dice, su patria sean sólo su mujer y su hijo. No se siente, en efecto, identificado con ninguna de las dos partes. Le resultaría imposible, por muchos motivos, ser comunista, como lo es el señor Halliday, su contacto secreto, tan secreto que ni Castle mismo conocía que lo fuese. Y no siente tampoco la menor simpatía hacia sus colegas del Foreign Office, que, en verdad, no la merecen. Si el librero Halliday es un hombre de fe (como, irónicamente, lo denomina Castle), entregado por convicción a su causa, aquellos son simplemente expertos profesionales, dedicándose a mantener un engranaje al que no se sienten ligados por patriotismo ni nada semejante sino porque el destino los ha colocado allí. Verdaderamente, en la guerra que libra Castle hay poco lugar para actitudes románticas o altruistas. Hombres como el doctor Percival, que asesinará sin el menor escrúpulo a un compañero de Castle sin pruebas definitivas de que fuese el traidor, como quien realiza una operación quirúrgica, o sir John Hargreaves, que lo consiente, forman el contexto apropiado para que Castle se convierta en un escéptico. Antiguo católico, ha abandonado también la práctica de la religión (sin motivos sólidos para ello, todo hay que decirlo, al menos, que se desprendan del relato), y su intento de confesión era claramente un desahogo y no un arrepentimiento, lo que provoca que el sacerdote lo mande al psiquiatra. Solamente en su mujer y en su hijo tiene fe, y sólo a ellos guarda fidelidad como a lo único que realmente lo merece. Y al final se verá trágicametne apartado de ellos por esas estructuras en las que la fatalidad le ha envuelto. Hay, pues, algo de tragedia en la novela, pero el asunto no es original y, aunque dignamente tratado por el autor, no constituye, como decía al principio, su obra maestra. Sí estamos, por supuesto, ante una buena novela, que sabe combinar esas dos facetas de entretenimiento y seriedad que se suelen citar en Greene: una intriga de espionaje y una tragedia humana. Es este, quizá, el reto que tiene planteada la novela actual: puesto que las tramas aventureras son las que menos se agotan, dejarse de rizar el rizo en busca de argumentos originales y volver a la aventura, para después edificar sobre ella, montando una paralela peripecia humana. Esto es, en suma, lo que hace grande al Quijote.

15 de abril de 1992

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03 agosto 2012

El factor humano (I)

Sabía que El factor humano era una novela de espionaje y sabía también que alguien la había clasificado entre las serias de su autor, entendiendo por no serias las que se dedicaban a glosar episodios de los servicios secretos o intrigas criminales de alto voltaje (Nuestro hombre en La Habana, El tercer hombre). Lo cual hacía al tal Factor humano doblemente interesante, dado que parecía responder a ambas vertientes de la obra de su autor. Al concluir su lectura, tal información se revela como cierta, pero no me atrevo a concluir de ello que sea la mejor obra de Greene. La novela plantea el caso de un agente doble que se creyó obligado a serlo. Obligado moralmente, por supuesto: un agente comunista le había ayudado a él y a su esposa negra a salir de Sudáfrica en un momento en que la estancia allí se hacía ingrata por haber violado las leyes racistas del país. Carson -el comunista- muere poco después, oficialmente de neumonía, sin que Castle, el protagonista, pudiese agradecerle sus desvelos. El caso es que a cambio Castle facilitará durante varios años información a los soviéticos, en pago del favor. Un día es descubierta una filtración y Castle acaba saliendo de Inglaterra para instalarse en Moscú, sin que su mujer e hijo adoptivo puedan hacer otro tanto. 


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