Desde el principio le perdoné a
Víctor Hugo que dedicara un capítulo entero a exaltar a los terroristas de la Convención como si fueran apóstoles de un tiempo nuevo. Te lo crees, le sigues el juego, y basta: uno de los libros de texto que utilizo este año define la ficción como "el mundo literario que recrea el autor partiendo de la realidad", y la verosimilitud como "la ilusión de realidad que provoca una obra en el lector". Pues eso, y además estoy hablando de una novela de alta literatura tan emocionante como una buena novela policíaca.
Los realistas aparecen aquí como bárbaros, con las connotaciones negativas de esta palabra pero también con las positivas, ya que en el bárbaro subsiste un sentido del bien y del mal mezclado con todas las impurezas que se quiera, y que incluye una muy acendrada idea de la justicia, aplicada con un rigor que
hoy nos eriza el pelo. Es lo que sucede con una de las grandes figuras
de esta novela, el marqués de Lantenac, capaz de heroísmos y de
crueldades, siempre firme en sus creencias, frente a la mayor
inseguridad de los revolucionarios, que dista de ser aquí un defecto,
claro. No desdeña
Víctor Hugo el toque comercial, por así decir, que es como yo veo el personaje del sargento Radoub, una especie de gracioso de
Lope.
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