cursum consummavi, Fidem servavi.
Qué gran balance de fin de año. Que lo podamos decir nosotros cuando toque, amén.
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cursum consummavi, Fidem servavi.
Qué gran balance de fin de año. Que lo podamos decir nosotros cuando toque, amén.
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Que uno no pueda vivir sin la verdad lo muestra el que los
que la niegan sean incapaces de ser consecuentes hasta el final:
Se cuenta la anécdota
que sucedió estando J.-P. Sartre –el filósofo del absurdo– en petit comité, defendiendo con particular vehemencia,
argumentando con toda suerte de efectismos dialécticos que la verdad no
existía. En esto, una discípula, enardecida por el entusiasmo, exclamó: “¡Qué
gran verdad es esta!”. No deja de ser una esperanzadora respuesta. (p. 30,
edición 1977)
Decir que en la negación de la verdad, o en la afirmación
del error, influyen las pasiones humanas, y en concreto la soberbia, sería hoy
una proposición indecente, casi delito de odio. Y, sin embargo, es fácil ver
hoy que cuanto más desquiciado es un punto de vista –lgtbismo, animalismo,
etc.– con más cabezonería se defiende. Es tan viejo como san Agustín: …et error meus
erat deus meus (p. 133, edición citada).
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Lo que consiguió aquella polémica fue poner de manifiesto la
catadura de los gobernantes europeos, que negando, u ocultando, la matriz
cristiana de Europa, hacían una declaración de intenciones. El caso es que la
dichosa constitución se ha olvidado, pero el proyecto de descarte de Dios sigue
adelante a grandes pasos. Weigel
repasa los principales fenómenos concomitantes de esa descristianización (o que
él considera tales, desde su postura de conservador norteamericano), los
autores que han venido haciendo de profetas (Solzhenitsyn, Lubac –El drama del humanismo ateo–, Dawson y, más modernamente, J. H. H. Weiler, de cuyas ideas este
libro viene a ser en parte una glosa), defiende el origen cristiano de los
derechos humanos y la democracia, encomia el papel de Europa del Este, sobre
todo Polonia, en su lucha contra el comunismo y, por supuesto, destaca el papel
de Juan Pablo II (de quien, por cierto,
es biógrafo), que, como de costumbre, no dejó entonces de afirmar las raíces
cristianas de Europa con voz recia y clara.
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con el paso del tiempo? Supongo que no nos hemos merecido un Evangelio más novelístico, al estilo de Dickens, donde todos los personajes hallan su lugar en el desenlace y hasta el último cabo queda anudado. O no ha sido voluntad del Padre el inspirarlo, por lo que sea. Supongo que todos ellos acabaron bautizados, al menos de deseo. Como esos otros que salen de paso: enfermos, menesterosos, tal vez incluso el joven rico.
Encontraron a un niño envuelto en pañales en un pesebre. Y
seguro que no tenía cara de niño bueno de Enciclopedia Álvarez, como lo pintan
a veces. Apenas tendría cara, como no la tienen los recién nacidos. En todo
caso, mis niños jesuses preferidos son esos de pocos meses, con cara de susto,
prestos a sonreír o a llorar en cualquier momento, una monada.
Nunca olvidaron al coro celestial, eso seguro. ¿Cómo lo
contarían a sus nietos? Ni ojo vio, ni oído oyó… Esa catequesis capilar de los
comparsas del Evangelio… “Paz en la tierra a los hombres en los que Él se
complace”… que no son los perfectos (no los hay) sino los que le buscan…
Me desayuno con la anécdota del pastor que no tenía nada y a quien la Virgen le confió al Niño, contada por Francisco. Me quedo con la moraleja extraída por el Papa: “Si tus manos te parecen vacías, si ves tu corazón pobre en amor, esta noche es para ti”. Lo relaciono inmediatamente con el pasaje de Knox que repasaba ayer, de sus Sermones pastorales: si te cuesta creer, venía a decir, que Jesús pensaba en ti cuando se entregó a la pasión y la muerte, considera la Eucaristía: allí está realmente, contigo, como lo está con todos los demás, íntimamente.
Desde el punto de vista formal, lo que más sorprende en esta
obra es el estilo repetitivo, insistente, que recuerda mucho al Evangelio según
san Juan, con esas ideas que se repiten una y otra vez con matices o con
variantes, como en una maniobra envolvente para acabar atrapando la verdad.
A raíz de su lectura, volví a escuchar el programa de José Javier Esparza dedicado a Charles Péguy, de su serie Disidentes. Y tendré que revisitar al
autor con alguna otra obra.
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Chateaubriand, en El genio del cristianismo, parte III:
El corazón del hombre se asemeja a la esponja del río, que ora bebe unas aguas puras en los días bonancibles, ora se impregna de unas aguas cenagosas cuando el cielo ha removido las corrientes. ¿Tiene acaso la esponja el derecho de decir: Creía que nunca habría tormentas y que nunca el sol se mostraría abrasador?
(En la pagina 433 de la edición de Ciudadela, 2008)
De ¿Qué es la verdad?, el diálogo entre los dos Fabrice, me quedo con esto de San Agustín:
Los hombres aman la verdad cuando se les anuncia, y la odian cuando les denuncia.
No es que sea un hallazgo, pero es un modo ingenioso de
decir. Qui dira les torts de la rime,
decía aquel, pero quién dirá, también, las virtudes de la rima a la hora de
aprender las cuestiones esenciales.
La piel es la narración, a medias real y a medias fantástica, de la peripecia militar del propio Curzio Malaparte al mando de unos hombres en la Italia ya pasada a los aliados y enfrentada con los alemanes. Medio fantástica, pero, ¿quién puede decir lo que es fantástico en esas circunstancias donde ves muertes y atrocidades a cada paso y te juegas la vida en cada lance? Suena fantástica la cabalgada de Curzio (que mantiene el nombre en la novela) entre árboles que poco a poco se transforman en judíos crucificados por los nacionalsocialistas, y suena fantástico el episodio del pescado con figura humana que algunos comensales, por eso mismo, se niegan a comer. Pero podría sonarnos a fantástico también aquel grupo de mozos que esperan su fusilamiento con un temple aterrador, entre desplantes que suenan a un nihilismo escalofriante en ellos. Una bajada a los infiernos, sí, como la de Dante, aunque en la tierra, en la propia patria, una patria desaparecida quizá y sustituida por la piel, la piel que hay que salvar de la embestida de todas las furias.
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Elisabeth Mulder en Solidaridad Nacional, 7-8-1949:
La mujer no es la musa
ni el diablo. En fin eso ya está olvidado. Hoy en día no existen los derechos
del hombre ni los de la mujer. Existen los del ser humano. Si algún tema me
aburre soberanamente y considero pasado de moda es el del feminismo[,] sobre el que ya está todo dicho y de una
manera magistral precisamente en España, por un cerebro femenino tan agudo, tan
ponderado y bien informado, como es el de la Condesa de Campo Alange[,] que ha estudiado en su admirable libro La
secreta guerra de los sexos todos los
aspectos de esta así llamada cuestión del feminismo.
Citado, en la introducción a Alba Grey, por María del Mar
Mañas, que luego trata de salvarla para la causa matizando lo que ella
nunca matizó, que yo sepa.
Del prólogo de María
del Mar Mañas a Alba Grey extraigo
dos citas de Elisabeth Mulder. La
primera, de un artículo (“Interpretación novelística de la realidad”) aparecido
en el número 122 de Ínsula (enero de
1957):
Para el novelista las ideas pasan a ser verdaderamente claras cuando adquieren ojos, boca, alma, circunstancias, atmósfera. Es decir, cuando se transforman en personajes. Y no al revés. El personaje esclavizado a una idea para servirla tiene siempre algo de fantasma, y las novelas, las buenas novelas, no se escriben con apariciones fantasmales, sino valiéndose de los más “vivos” y “sanguíneos” en el sentido de la vitalidad novelesca, claro está, de robustez literaria.
Es bueno saber, en efecto, cuándo una novela nos gusta por
sus ideas (y puede ser un producto mediocre) y cuándo porque ha conseguido
crear unos personajes interesantes, aunque puedan encarnar ideas discutibles. Fantasmas
son, a mi modo de ver, los personajes de Unamuno;
y son sus personajes “vivos y sanguíneos”, aunque encarnen ideas, los que
elevan al Olimpo a Tolstoi o a Dostoievski, por ejemplo.
La segunda cita, para otro día.
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En todo caso, está claro que lo que es de Rojas es todo aquello que nos presenta
al personaje como un meditador en torno a la verdad o mentira de este mundo, es
decir, todo aquello que le identifica con su re-creador, el novelista “metafísico”
que dicen los críticos. Rojas suele
presentarnos a sus personajes históricos en una situación determinada de su
vida, real o inventada. En este caso, ya moribundo, en conversación con un
obispo, un obispo escéptico en cuanto a la vida eterna, como el San Manuel de Unamuno. Mientras que Azaña, el Azaña
personaje, repite hasta la saciedad que en lo que no cree es en esta vida, lo que hace que el obispo se
resista a absolverle. En fin, Carlos
Rojas.
Y, como de costumbre en el autor, el trance en cuestión se
simultanea con una panorámica de los hechos históricos. Azaña conversa, en
largas analepsis, con diversos políticos e intelectuales de su tiempo, y aquí,
claro, es donde probablemente se sitúen esos plagios de los diarios del ex presidente de la República, no
sabemos hasta qué punto alterados o respetados por el de Emory.
Al parecer la novela se vendió bastante; era un premio
Planeta, al fin y al cabo. Lo que no sé es cuántos de los que la adquirieron la
leyeron hasta el final. La impresión, en efecto, es de una obra repetitiva, no
solo porque se repitan una y otra vez las citadas ideas de Azaña y el obispo
sobre esta vida y la otra, o el olvido por parte de “Azaña” del nombre de la
república de la que fue presidente, efectos estos tal vez buscados por el
autor, sino porque las miradas al pasado no parece que hagan avanzar la trama
en ningún sentido. En todo caso, la calidad de la escritura de Rojas te mantiene el libro en las
manos.
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Alba Grey es toda una novela rosa, lo que no quiere decir que sea una novela mala, claro. Hay novelas policíacas excelentes desde el punto de vista literario, y lo mismo de aventuras, de ciencia-ficción e incluso del Oeste, supongo. La tal Alba es una figura misteriosa casi durante toda la primera mitad de la novela, puesto que apenas aparece; solo se la nombra, y eso hace crecer la expectación hacia ella. Este juego es peligroso, porque si luego el personaje no colma tus expectativas, pues eso. Es lo que creo que pasa aquí. Bien, Alba Grey es la nieta de un viejo aristócrata que se pasa muriéndose la primera parte de las tres de que consta la novela. De hecho, es que no le da la gana morirse hasta que no vea a su nieta, cosa que al fin consigue: las dos cosas, ver a la nieta y morirse. La segunda parte se centra más en el primo Lorenzo y en sus conversaciones en Egipto con una tía de ella, mujer de mundo. Alba termina por hacerse dueña del relato y la vemos oscilar amorosamente entre su primo Lorenzo y su otro primo Gian-Carlo [sic], venido a menos y residente en Nápoles (la familia, por cierto, es italoespañola). [destripe] Mulder nos muestra bastante bien el proceso de enamoramiento entre Gian-Carlo y Alba, que acaban casándose. Pero el italiano resulta ser un tipo supersusceptible, patético tras su máscara de bohemio cínico, y sus celos le llevan a una muerte violenta. Alba matrimonia de nuevo con Lorenzo, de modo que se cumplen inopinadamente los deseos del abuelo, quien en su lecho de muerte había pedido alternativamente a Alba que se casara con Lorenzo y con Gian-Carlo, lo segundo para saldar una deuda que tenía contraída con la madre del tal. [fin del destripe]
En mi primera experiencia con Elisabeth Mulder me encuentro con una novela que, si impecablemente
escrita, se queda como en un resumen de lo que podía haber sido un novelón estilo
XIX. La protagonista ya digo, no me parece muy definida, a pesar de que la
trama nos la hace intuir como un carácter fuerte, y otros personajes me dan la
impresión de que podían haber dado mucho más de sí, como esa pariente
egiptóloga o alguna otra figura femenina cuyo relieve en algún momento de la
historia (la institutriz) no llega a ligarse de modo convincente con la trama
principal. Dickens lo habría
logrado.
En todo caso, la autora de la introducción, María del Mar Mañas Martínez, nos hace
un análisis tan bueno que te acaba convenciendo. Y, es cierto, Mulder describe los sentimientos como
se espera de un buen novelista y como suelen hacerlo las escritoras, por lo
general. No es Jane Austen ni George Eliot, pero pasa el examen.
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