30 julio 2016

Símil cruel

El olor a polvo viejo flotaba en el aire, tan rancio y tan vulgar como una entrevista a un jugador de fútbol. 

(En Raymond Chandler, La hermana pequeña


27 julio 2016

El sacrificio


Este volumen es una tríada de conferencias que ofreció René Girard en la Biblioteca Nacional de Francia, y mi primer encuentro con este autor al que he visto alabado en los últimos años por personal del que me fío absolutamente, como el sin par Enrique. Creo que he acertado al elegirlo, porque sitúa bastante bien al lector sobre el pensamiento de Girard en torno a lo que indica el título, que viene a ser su tema central, es decir, el sacrificio como una constante en las culturas antiguas, resultado de dirimir las viejas rivalidades ocasionadas por lo que él llama mímesis: un concepto este que sí requeriría tal vez un vistazo a algunas de sus otras obras, pues aquí no me queda muy claro. Por lo que deduzco, nos comportamos, los seres humanos, como niños antojadizos que dicen "yo también quiero", y nos peleamos con quienes quieren lo mismo. Al final, alguien paga el pato y todos contentos... hasta que se repite el proceso.

Para Girard, Cristo nos sacaría de este círculo diabólico, pues el suyo no fue un sacrificio al uso, sino un crimen, un acto que no libró de culpa a quienes lo cometieron y que hace que el sacrificio humano no pueda volver a concebirse como un acto de justicia. Otra cuestión, añado, es que la muerte de Cristo (con su resurrección) tuviese un valor redentor, como profesamos, pero para cada hombre que la hace suya mediante la incorporación a Cristo por el bautismo. Cristo, pues, no nos sustituye en la expiación, sino que la hace posible para nosotros mediante su propia kénosis. Esto no está en Girard, o al menos yo no lo he visto, pero es imprescindible, creo, para comprender por qué Cristo no es un mero chivo expiatorio.

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26 julio 2016

dios [sic], dioses


Leyendo el tomo de poesía titulado Centuria, de la colección Visor, compuesto de poemas del siglo XX que seleccionan diversos poetas y críticos, me llama la atención la frecuencia (relativa) con que estos poetas y críticos se refieren a los dioses, o escriben dios con minúscula. ¿A que dioses se referirán?, pienso. ¿A Thor, Odin, a Hermes, Afrodita, a fetiches africanos, a todos ellos? Juan Ramón Jiménez es el más destacado: "Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo", o algo así, comienza su celebrado Espacio.

¿Pintan algo los dioses en nuestra vida, a estas alturas?, me pregunto con timidez. Que hable así un antropólogo o un ensayista cuando adopta un enfoque amplio referido a la historia de la humanidad, como Jünger por ejemplo, tiene sentido. Pero en estos lugares de que hablo, lo cierto es que si escribimos Dios, con la mayúscula normativa del nombre propio, el significado no cambia mucho, o a mí me lo parece.

Uno no sabe si pensar en respetos humanos (a ver si van a pensar que yo, con estas barbas, creo en el Dios de mi abuela), en deseo de que Dios no exista y de igualarlo con los diosecillos paganos..., en puro esnobismo que ya ni lo sería, en gusto por la irreverencia heredado de los malditos... En todo caso, el fenómeno no pasa inadvertido, ya que el otro día Ignacio Ruiz Quintano se refería a "esos nuevos Fray Gerundio que escriben su Nombre con minúscula" (sic, con mayúscula en nombre: bravo, Quintano.)


21 julio 2016

"El deber civil de aplaudirles"


Eso es, en efecto. Es la mejor manera de definir lo que nos toca a los demás, una vez reconocidos esos derechos que unos innominati amparados bajo unas siglas cada vez más alargadas ("inventores de maldades", decía san Pablo) han impuesto en las legislaciones. El hallazgo es de Ángel Rodríguez Luño:

...Nadie duda que cada ciudadano puede desarrollar libremente actividades de su interés, y que tales actividades entren genéricamente en los derechos civiles comunes de libertad. Cosa bien distinta es que actividades que no representan una contribución significativa para el bien común puedan recibir del Estado un reconocimiento legal específico y cualificado. Las instituciones de derecho público no son un instrumento al servicio de la legitimación social y política del estilo de vida de una minoría que quiere imponer a los demás el deber civil de aplaudirles.

("Aspectos ético-políticos del reconocimiento legal de las uniones homosexuales", en Cultura política y conciencia cristiana)


18 julio 2016

El vértigo

El famoso adagio de que el inocente nada ha de temer no se aplica a los regímenes totalitarios. Evgenia Ginzburg fue detenida y encarcelada en condiciones atroces por haber hecho uso de su inteligencia, como lo comentaba aquí hace poco. En concreto, por haber glosado un artículo de alguien que, sin dejar de ser del partido comunista, como ella misma, había caído en desgracia de Stalin. Nada de críticas al líder, nada de alinearse con las tesis del autor comentado. Sencillamente, no lo condenó sin paliativos, como había de hacer, por lo visto, una buena camarada.

Y lo que sorprende es comprobar cómo tantos y tantos abdicaron de su capacidad de raciocinio para secundar las purgas del déspota, plegándose a considerar que, si el gran Stalin decía que esa persona era un trotskista o un reaccionario, es porque debería serlo, aun contra toda evidencia. No ya sostener opiniones contrarias, sino simplemente afirmar lo obvio, fue durante mucho tiempo en aquel país sinónimo de alta traición. Pongan ustedes homófobo donde he dicho trotskista o reaccionario, y tal vez encuentren un paralelo estremecedor con otros tiempos y otros ámbitos. A mí me ha sucedido, al menos. Tantísima gente declarando lo contrario de lo que realmente tiene en la conciencia, afirmando que dos y dos son cinco para que no lo señalen con el dedo, todo es de una odiosa actualidad.

Evgenia Ginzburg no quiso ser de esos y nos cuenta su odisea en dos partes de las que de momento he apurado la primera, dejando la otra para más adelante no por cansancio del buen hacer literario de la autora ni de su propia persona, realmente admirable, sino porque tanta atrocidad seguida quizá no sea aconsejable para un verano. Y hay otra cosa de la que no tengo dudas, y es de que esta mujer era cristiana en su interior. De otro modo no habrían sido posibles ciertas actitudes, no solo de fortaleza, sino de auténtica caridad. Un ejemplo: en un momento dado, hallándose ella en labores de cocina (por decir algo), le comunican que alguien que va a morir quiere doble ración de pan. Pide el nombre, y resulta ser el mismo tipo que la interrogó y la sentenció. Pues bien, Evgenia no solo no le niega el pan, sino que luego se arrepiente por haber sido “vengativa”, porque le había encargado al mensajero que comunicara al moribundo quién le daba el alimento. Es decir, lamentaba no haber sido heroica en su caridad. Ustedes dirán…


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13 julio 2016

Titular: "(En un festival de música en Suecia) menores denuncian agresiones sexuales a manos de "refugiados" "


Si tú te paseas por la calle llevando en la mano un fajo de billetes de cincuenta y te lo birlan, el culpable es el ladrón. Lejos de mí afirmar lo contrario.

Pero, desde luego, tú eres imbécil. Y un borrego: vives en una cultura que promueve insensatamente la exhibición de las riquezas personales y tú te sometes servilmente a ese "tanto tienes tanto vales" como si fuese eso lo que te avalora como persona. Te crees protegido por una mentalidad (esta sí, muy sensata) que considera odioso que ciertas cosas se tomen por la fuerza. Pero los amigos de lo ajeno no se arredran, y ojo, que hay otras culturas para quienes (no sin cierta lógica) determinadas exhibiciones equivalen a un ofrecimiento.

Por decir estas cosas te pueden despellejar a tiras. Pero alguien tiene que empezar a decirlas. Y sé que Suecia no es lugar propicio para andar exhibiendo según qué: estoy generalizando la cuestión, y tratando de poner de relieve algunas incoherencias de nuestros modos de pensar.


12 julio 2016

Curioso símil


...las hierbas humildes que brotaban escondidas como virtudes.

(Ramón del Valle-Inclán, Sonata de primavera)


06 julio 2016

Sedal para espías


He recuperado a Bernard Samson tras años, no sé decir cuantos, de haberlo abandonado, quizá por hartazgo de aquellos personajes y de los enredos del departamento de inteligencia británico. No en vano me leí casi seguidos los tres volúmenes de la trilogía "Juego, set y partido", que es de lo mejor que se ha escrito en el género del espionaje, y a poco empecé la nueva trilogía, "Anzuelo, sedal y plomo", pero la dejé en el anzuelo. Tal vez influyó en ello el hecho de que cayera el muro y se acabase la guerra fría, con lo cual el incentivo del contacto con la realidad se vino a esfumar. Pero creo que se trató más bien de empacho.

De hecho, en Sedal para espías no te encuentras nada nuevo, pero sigue funcionando el atractivo de los manejos de espías y contraespías, con esa mezcla de realismo y azares aventureros que caracteriza al género desde John Le Carré. Len Deighton da más cancha también a las relaciones familiares y humanas en general, de modo que los dolores y gozos de los personajes, delineados sobre todo a través del diálogo, terminan de dar volumen a la trama. Te encuentras a viejos conocidos que sin embargo se complacen en revelar nuevas caras, salen conejos de la chistera, o mejor dicho serpientes, porque por supuesto la muerte está apostada en las esquinas... y Bernard Samson, el hombre, no se cura de espanto ni decide ponerse a trabajar de peón, tal vez porque ni eso asegura el pellejo de alguien que alguna vez ha estado al servicio de Su Majestad Británica, que diría el otro.

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