Leyendo el tomo de poesía titulado Centuria, de la colección Visor, compuesto
de poemas del siglo XX que seleccionan diversos poetas y críticos, me llama la
atención la frecuencia (relativa) con que estos poetas y críticos se refieren a
los dioses, o escriben dios con minúscula. ¿A que dioses se
referirán?, pienso. ¿A Thor, Odin, a Hermes, Afrodita, a fetiches africanos, a
todos ellos? Juan Ramón Jiménez es el más destacado: "Los dioses no
tuvieron más sustancia que la que tengo yo", o algo así, comienza su
celebrado Espacio.
¿Pintan algo los dioses en nuestra vida, a estas
alturas?, me pregunto con timidez. Que hable así un antropólogo o un ensayista
cuando adopta un enfoque amplio referido a la historia de la humanidad, como Jünger
por ejemplo, tiene sentido. Pero en estos lugares de que hablo, lo cierto es
que si escribimos Dios, con la mayúscula normativa del nombre propio, el
significado no cambia mucho, o a mí me lo parece.
Uno no sabe si pensar en respetos humanos (a ver si van a
pensar que yo, con estas barbas, creo en el Dios de mi abuela), en deseo de que
Dios no exista y de igualarlo con los diosecillos paganos..., en puro esnobismo
que ya ni lo sería, en gusto por la irreverencia heredado de los malditos...
En todo caso, el fenómeno no pasa inadvertido, ya que el otro día Ignacio
Ruiz Quintano se refería a "esos nuevos Fray Gerundio que escriben su
Nombre con minúscula" (sic, con mayúscula en nombre: bravo, Quintano.)