El famoso adagio de que el inocente nada ha de temer no se
aplica a los regímenes totalitarios. Evgenia
Ginzburg fue detenida y encarcelada en condiciones atroces por haber hecho
uso de su inteligencia, como lo comentaba aquí hace poco. En concreto, por
haber glosado un artículo de alguien que, sin dejar de ser del partido
comunista, como ella misma, había caído en desgracia de Stalin. Nada de críticas al líder, nada de alinearse con las tesis
del autor comentado. Sencillamente, no lo condenó sin paliativos, como había de
hacer, por lo visto, una buena camarada.
Y lo que sorprende es comprobar cómo tantos y tantos abdicaron
de su capacidad de raciocinio para secundar las purgas del déspota, plegándose
a considerar que, si el gran Stalin
decía que esa persona era un trotskista o un reaccionario, es porque debería
serlo, aun contra toda evidencia. No ya sostener opiniones contrarias, sino
simplemente afirmar lo obvio, fue durante mucho tiempo en aquel país sinónimo
de alta traición. Pongan ustedes homófobo donde he dicho trotskista o
reaccionario, y tal vez encuentren un paralelo estremecedor con otros tiempos y
otros ámbitos. A mí me ha sucedido, al menos. Tantísima gente declarando lo
contrario de lo que realmente tiene en la conciencia, afirmando que dos y dos
son cinco para que no lo señalen con el dedo, todo es de una odiosa actualidad.
Evgenia Ginzburg
no quiso ser de esos y nos cuenta su odisea en dos partes de las que de momento
he apurado la primera, dejando la otra para más adelante no por cansancio del
buen hacer literario de la autora ni de su propia persona, realmente admirable,
sino porque tanta atrocidad seguida quizá no sea aconsejable para un verano. Y
hay otra cosa de la que no tengo dudas, y es de que esta mujer era cristiana en
su interior. De otro modo no habrían sido posibles ciertas actitudes, no solo
de fortaleza, sino de auténtica caridad. Un ejemplo: en un momento dado,
hallándose ella en labores de cocina (por decir algo), le comunican que alguien
que va a morir quiere doble ración de pan. Pide el nombre, y resulta ser el
mismo tipo que la interrogó y la sentenció. Pues bien, Evgenia no solo no le niega el pan, sino que luego se arrepiente
por haber sido “vengativa”, porque le había encargado al mensajero que
comunicara al moribundo quién le daba el alimento. Es decir, lamentaba no haber
sido heroica en su caridad. Ustedes dirán…
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