Rosa Chacel reúne aquí unas cuantas meditaciones (así las
llama, imitando a su maestro
Ortega) sobre el eros y otras cuestiones conexas,
que me superan ampliamente; o, al menos, me supera su forma de exposición,
sutil y alambicada donde las haya. Así que me voy a conformar con citar algunos
pasajes cuyo sentido sí me ha parecido alcanzar.
En cuanto a la guerra
de los sexos, dice la Condesa de Campo Alange que “tiene lugar en el campo de
la cultura y por la posesión de la misma”. ¿Dónde está la crónica de esta
guerra? Yo creo que si los anales de Oriente y Occidente la hubieran
silenciado, en las obras de arte o literatura exentas de propósito directo, en
las que no son más que reflejo del drama, de la ambición, del afanarse humano o
de la realidad, simplemente, se trasluciría algo así como la existencia de
bandos o cofradías; alguna corriente secreta o extraoficial sustentada por un
mínimo de cohesión. Si el anhelo de cultura hubiera constituido realmente, vitalmente el drama de la mujer ¿cómo es que no tuvo jamás poder para crear en
ella algún vínculo de solidaridad? ¿Registra la historia períodos o hechos
aislados en los que se trasluzca un conato de voluntad común, un acento que
delate el bando desposeído al acecho de la ocasión de arrebatar, si no por la fuerza
por la astucia, al menos, el botín deseado? Si alguien me demostrase que se
puede seguir en la historia el rastro de esa lucha sofocada, me causaría
verdadera desolación comprobar que ni en los períodos en que alguna mujer fue
dueña absoluta del poder –reinados—ni en los que por medio del dinero, del
talento, de la belleza o de la astucia logró alguna ser poderosa –casos harto
frecuentes—hubo una sola que se decidiese a echar una mano a sus congéneres.
(pp. 49-50, edición Seix Barral 1991)
...
La mujer es tan
absolutamente contraria al hombre como la mano izquierda a la derecha. Las
manos están hechas así o, menor, así se hicieron, tal como son, para oponerse
una a otra y en esta posición son unánimes. El trabajo que les está encomendado
sólo se puede llevar a cabo siendo como son. Claro está que la oposición formal de las dos manos no es más que
como el cerco material en que una misma
voluntad se dilata a un lado y a otro para encerrar la realidad, cumpliendo así
su ciclo, y que el hombre y la mujer son dos individuos distintos,
independientes. ¿Independientes?... Si llegaran a serlo del todo no duraría
mucho la humanidad, pero tal como son
el hombre y la mujer, independientes, de ellos depende el Hombre. Si empleamos el dicho proverbial en que cada uno de los
cónyuges llama al otro “su mitad” queda indicado que cada uno de ellos se considera como una mitad del círculo, pues,
desde un principio son como son para encontrarse: su ser así consiste en esa
unánime oposición que, gradualmente, va distanciándoles “en la zona diurna y
luminosa en que acontece lo más valioso de la vida”, y abruptamente los reúne
en la zona donde acontece y prevalece simplemente, la vida. (p. 70)
…
¿Se vio alguna vez que
las mujeres que sufrieron la oposición de los hombres en su carrera literaria,
o, simplemente, en el deseo de estudio cuando éste era un deseo costoso,
encontrasen ayuda en las mujeres que hubieran podido dársela? Jamás. Afirmo que
jamás porque las excepciones no son más numerosas que las que existieron entre
los hombres: algunos hubo capaces de ayudar a una mujer desinteresadamente.
Algunos, pero muy pocos; y muy pocas, poquísimas mujeres. (p. 167)
…
…hay una guerra secreta, inconfesable, en la que los bandos
no los constituyen los sexos ni las clases, ni las razas, ni los partidos: los
bandos son, simplemente, unos contra otros. (p. 169)
...
Los primeros diez años de la vida son decisivos: en ellos se aprende todo cuanto hay que aprender --este hay no alude a lo que hay, sino a lo que se debe aprender, a lo que para todos hay la necesidad de aprender--, de modo que, si los primeros años de la vida los pasaban los chicos con sus madres y si en esos años lo habían aprendido todo --no se puede olvidar la precocidad con que actuaban los hombres antiguamente: en la Edad Media, en el Renacimiento, en el Romanticismo--, es de suponer que las mujeres que les habían enseñado a hablar, esto es, a pensar, no podían estar tan al margen, no podían ser tan ajenas a la cultura. (p. 188)
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