07 abril 2025

Fantine

La primera parte de Los miserables es un folletín de campeonato, que se salva por el virtuosismo narrativo de Víctor Hugo. La doncella atribulada hace llorar al apuntador y el prota se ve en unos dilemas morales de tragedia griega. El narrador se mete en el pellejo de cada personaje y nos revela hasta lo que ellos mismos no sabrían nunca explicar de sí mismos. Es también una exaltación de la misericordia frente a la justicia, o de la justicia atemperada por la misericordia. Fantine y Jean Valjean son víctimas del summum ius que como sabemos es summa iniuria, representado por el policía Javert, una especie de psicópata capaz de pedir su propia destitución cuando piensa que se ha equivocado.

Valjean es el hombre que se convierte a Cristo cuando lo ve en uno de sus discípulos de verdad, el obispo de Digne, capaz de hospedar al que todos rechazan y de salvarlo de la cárcel dándole literalmente la otra túnica aparte de la que había robado (en este caso se trata de un menaje de plata). Si el obispo es un santo, Valjean aún es un espíritu vacilante, capaz sin embargo de esforzarse hasta el heroísmo en pro de los desvalidos. La narración de sus luchas interiores es una de las cumbres del arte de Hugo.

Hasta aquí, todo impecablemente cristiano. Sobra lo del obispo pidiendo la bendición al viejo revolucionario. Es un pegote, de hecho. Pero Víctor Hugo no pierde ocasión de mostrar sus fervores por la revolución, a la que consideraba algo así como la auténtica intérprete de Cristo, válgame Santa Lucía. 

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