Que esta novela fuese
best-seller
en los años 60 dice mucho de los lectores de aquel tiempo, porque la verdad es
que no resulta nada complaciente en sus primeros capítulos, dedicados a mostrar
el ambiente de las facultades de medicina en la Francia de su tiempo (hacia
1940); ambiente poco recomendable desde el punto de vista de la ética
profesional, con unas descripciones durísimas de operaciones quirúrgicas y sin
que
veas la trama prácticamente hasta
la parte segunda.
Una trama que viene dada por el contraste entre los malos
médicos y el protagonista, Michel, hijo del afamado doctor Doutreval, que se
entrega a su profesión en ambientes de pobreza, padeciendo él mismo la pobreza
en compañía de su esposa, una antigua paciente que suscitó en él una compasión sublimada
en amor. Doutreval tiene otra hija que asestará una segunda bofetada moral al egoísmo
del padre y sus colegas, pues Fabienne, que así se llama, acaba aceptando el
hijo que concibió del doctor a quien admiraba, contra la opinión de un padre
celoso del qué dirán. Al tiempo, la propia Fabienne abandona, aun amándolo, al
padre de su hijo por no comprometerlo de cara a su familia.
Novela ejemplar, pues, donde imagino que los cuerpos es lo que ven los compañeros y
maestros de Michel, tipos con pocos escrúpulos a la hora de experimentar con
sus pacientes, con extremos que el autor nos muestra con un desgarro
inmisericorde, siempre atentos a su carrera y a brillar por encima de los
demás; y las almas, aquellas que son
capaces de ver personas como Michel o Fabienne, sujetos de un amor que les
predispone a recibir la gracia divina. De hecho, “detrás del amor al prójimo
está el Bien, está Dios. Cada vez que el hombre ama algo que no está sujeto a
él, es, conscientemente o no, un acto de fe en Dios. Solo existen dos amores:
el amor a sí mismo y el amor a Dios”. Palabras con que Maxence van der Meersch cierra la novela, a modo de conclusión, por
si no la habíamos sacado nosotros.
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