26 mayo 2017

¿Acaso no matan a los caballos?

Esta es una novela de terror, por cuanto resulta terrorífico que una persona se haga matar con la firme resolución de quien ve cerrados todos los caminos; como alguien a quien no se le concede ni se le va a conceder la más mínima oportunidad de hacer algo con su vida; alguien completamente descartado de su sociedad, como diría el Papa; sin miedo ni esperanza, según la vieja máxima. Y también sin nadie que pensase que era bueno que existiera, a pesar de todo,

La historia está narrada por el matarife, de modo circular; doblemente circular, podríamos decir, puesto que comienza con el juicio por asesinato y cada capítulo está encabezado por una de las frases protocolarias de la sentencia: “Que el acusado se ponga en pie”, “¿Hay algún motivo que impida dictar sentencia?”, “No habiendo motivo alguno que impida dictar sentencia...” Pero a la vez el asesino, que narra desde el banquillo, empieza su historia con el momento en que descerraja un tiro en la cabeza de Gloria, para después hacer su largo flashback, que se desarrolla en gran parte en esos maratones de baile a los que acudían los parias en los años de la depresión para divertir a los epulones ociosos, una especie de arcaico Gran hermano con la salvedad de que estos necesitaban realmente las perras. La película que hicieron sobre la novela la titularon en España Danzad, danzad, malditos, quizá porque el original era demasiado fuerte en un momento en que esas cosas se cuidaban.

Horace McCoy hizo causa de novelar la gran depresión, ya que muchas de sus obras se desarrollan en ese contexto, siempre con sus víctimas como protagonistas. En el tomo de “Club del Misterio” (?) en que leí esta iba también I should have stayed home, que titularon Luces de Hollywood enmascarando ese desesperanzado Debí quedarme en casa, muy expresivo del mundo novelesco del autor. No nos vendría mal alguien con talento para novelar la existencia de los descartados de hoy. 

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18 mayo 2017

Toque de distinción


Me deshice del mozo y conté las rosas que provenían de Wally. Catorce. Eso me complació. Siempre me ha gustado recibir rosas, pero la habitual docena me suena demasiado a encargo de floristería. Si son catorce las que se envían es que realmente se lo ha pensado.




                                                             

16 mayo 2017

Arte moderno

es lo que se originó cuando los pintores dejaron de mirar a las mujeres.

Bernard Samson, en Len Deighton, Sedal para espías



14 mayo 2017

La ventana daba al río

La guerra: “Usted la lleva puesta, amigo. Es usted joven, ama a su Patria [sic], tiene fe en algo, probablemente le gusta el peligro y no habrá poder humano que le detenga. Y si existe algún poder por encima del poder humano, usted gana, porque ese cae de su parte. Tranquilícese, tendrá usted su dosis de heroísmo, quién lo duda…”

Este podría ser el retrato de todos los protagonistas de Rafael García Serrano y también del narrador que está detrás de ellos. Convencidos de que Dios está de su parte, no se plantean dudas a la hora de disparar ni de morir, tampoco a la hora de descalificar al adversario con los más duros epítetos, pero lejos de parecer unas bestias fanáticas inspiran simpatía por su capacidad de enamorarse y de darlo todo por el camarada (“yo tenía un camarada…”). Incluso el enemigo, si se bate bien, es visto con buenos ojos.

En esta entrega de la “Ópera Carrasclás” se confrontan dos actores colectivos que no son los nacionales y los rojos, sino los combatientes españoles y los curiosos que desde Francia acudían a contemplar la contienda, bien parapetados tras las ventanas de los hoteles fronterizos. Porque, al parecer, tal cosa era factible. Dentro de este segundo universo, compuesto de gente frívola y degenerada, hay sin embargo una donna angelicata, una Michele (sic, aunque creo que en francés va con dos eles) que cual Beatriz acompaña al protagonista, Alberto (nombre de novela rosa, pequeño fallo), hasta la línea de su amada patria en guerra, para que pueda incorporarse a las filas nacionales. Contar esta historia sin una mano maestra habría significado caer en la ñoñez más impresentable. Por fortuna, estamos ante el García Serrano de siempre, con su narrativa recia, salpicada de humor, con la metáfora justa y el coloquialismo bien plantado. No será la mejor de las suyas, pero qué buenos ratos.

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12 mayo 2017

Las palabras no son inocentes

F. J. de Vicente, El catolicismo liberal en España (negrita mía):

Para hacerse aceptable en el exterior, en donde gobernaban no pocos democratacristianos, Franco buscó la complicidad de los católicos formados bajo el patrocinio de Herrera Oria…

Por supuesto, Franco buscaba siempre complicidades, no colaboración, si ustedes me entienden…



11 mayo 2017

Cuando nos prohibieron ser mujeres

¿Leer un libro que afirma aquello de lo que ya estás convencido? Pues sí, es un ejercicio de relax, es como una ducha reconfortante. Sobre todo cuando compruebas con placer que no estás solo viendo al rey desnudo, que no todos son unos chiflados que ven rebaños de ovejas en unos ejércitos al galope. En fin, que me lo he pasado en grande leyendo a la autora proscrita de moda. Temía yo que fuese el típico libro bienintencionado pero regularmente escrito e hinchado con textos de las leyes de género que funcionan aquí y allá. No hay tal. Implacable en su exposición ordenada del tema y con una expresión tan correcta como mordaz, Alicia Rubio repasa una a una todas las manifestaciones de esa desquiciada antropología que quiere imponerse con exclusividad haciendo frente a la evidencia. Efectivamente, no es solo el intento de normalizar las relaciones homosexuales equiparándolas al matrimonio, o el destruir el sexo natural convirtiéndolo en un arbitrario género que uno elige a voluntad. Forman parte de esta construcción ideológica las campañas que tratan de forzar la igualdad hombre/mujer más allá de lo que les es común, su humanidad; el concepto de violencia de género, que no hace sino ahondar en el mal que dice combatir; el adoctrinamiento sexual de los escolares y la cuidadosa separación entre sexo y reproducción, con la promoción del aborto hasta el punto de reprimir la difusión de alternativas. La documentación de la autora es notable pero no la exhibe con citas enojosas a pie de página sino que la integra en un discurso fluido. Interesantes también los lemas que encabezan cada capítulo, donde se dan cita Hesíodo, Chesterton, Camus, Mark Twain, Orwell, Lincoln y muchos otros, incluido alguno tan olvidado como José Bergamín, lo que muestra que estamos ante una persona culta y nada bisoña en esto de la escritura, aunque su especialidad sea la Educación Física. Solo le pondría dos pegas, una de contenido y otra de forma: la argumentación quizá excesivamente biológica, que insiste en la semejanza del ser humano con el chimpancé y su diferencia con el bonobo (mono al parecer muy promiscuo), y el abuso de las comillas cuando emplea algún término coloquial o figurado: denota inseguridad.

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09 mayo 2017

Don Francisco y los duelos

A propósito de una alusión, en un soneto de Quevedo, a los libros del duelo, anota José Manuel Blecua: “Las reglas observadas en los duelos, de los que nunca fue muy partidario Quevedo”. Y aduce en su apoyo esta cita de su obra Providencia de Dios: “Este disparate sangriento, esta rabia facinorosa, esta furia delincuente en lo divino y humano, que se intitula Libro del duelo, tiene la infamia de su decendencia tan antigua como el mundo.”

Vaya, vaya. Ya veo lo que puede uno fiarse de Arturo Pérez-Reverte en cuando a fidelidad histórica. En sus Alatristes, Quevedo es un pendenciero que saca la espada a la mínima, sobre todo cuando ha soplado del tinto. No deja de tener simpatía el personaje, pero me complace sacar por mentirosillo al bocachanclas de Cartagena.




08 mayo 2017

El primero es Gonzalo de Berceo llamado


Qué feliz coincidencia que Ángel Ruiz nos hable de Berceo. Acabo de leer (por motivos que no vienen al caso) unos capítulos de una de esas novelas sobre colegiales con indigesta moralina progre, donde aparece un profesor guay de esos que dicen que hay que enseñar a pensar en vez de enseñar cosas. Pensar sobre la nada, supongo. En fin, el profe guay, original el tío, decía que él pasaba muy rápido por los autores medievales porque a ver qué les iba a decir a los chicos un tipo como Berceo, si él mismo se aburría con él. Donde estuvieran Kavafis o Cernuda

Es lo que tienen estos profesores guay, que además suelen ser profesores paletos. Recuerdo que hablamos de aquel poeta a quien Antonio Machado consideraba uno de sus maestros, y uno de los que están en los cimientos de las prosas de Rubén Darío, por ejemplo. En fin, dejé el libro cuando el guay se puso a contar pormenorizadamente cómo dio por el culo a un amigote de su misma acera (porque además de guay es gay), para olvidar el mal rato de su primera clase; pero llevaba ya mucho tiempo pugnando por caérseme de las manos. La edad de la ira se titula, para que no se equivoquen. Y pienso en lo que me dicen a veces de que publicar una novela no es tan difícil, que no tengo más que plasmar mis experiencias en la enseñanza, y tiemblo al pensar que podría parir algo como esto aunque fuese sin orgías rectales. Dios me libre.

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06 mayo 2017

Los vecinos de enfrente

Hay obras analíticas (páginas y páginas) sobre el infierno soviético, como El vértigo de Evgenia Ginzburg o Archipiélago Gulag de Solzhenitsin. Otras son sintéticas, como esta de Georges Simenon, el novelista belga que es mucho más que el padre de Maigret. En 160 páginas uno palpa el hielo del último círculo dantesco: la sospecha continua, la ocultación de sentimientos, la prostitución cotidiana. El homo sovieticus es el principal personaje de este relato inquietante, donde solo progresa la sensación de agobio y el temor de ser despachado a la tumba en cualquier instante; el homo sovieticus como antagonista de este Adil Bey muy siglo XX, desorientado e inseguro ya antes de aterrizar en Batum como cónsul de Turquía. El ojo del Gran hermano se llama aquí la ventana de enfrente, que es otra de las traducciones que se ha dado al título, Les gens d´en face. Tras esa ventana viven los parientes de Sonia, la secretaria, tan hecha a vivir en la mentira como todos sus conciudadanos. Un “rastro reluciente” en su mejilla abre una esperanza a Adil Bey, pero Sonia no quiere llorar, ni hablar. Ha perdido toda esperanza hace tiempo (Contra toda esperanza se titula otra de esas obras voluminosas sobre el mismo asunto, la de Nadiezhda Mandelstam) y sin ella acabará la novela, aunque Adil Bey escape materialmente de aquella desolación donde uno solo puede subsistir a base de cinismo, como John el de la Standard. 

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