29 septiembre 2024

Espronceda, dos siglos (y IV)

El destino, que siempre se burla de los titanes, quiso que el hombre que tantas veces se había jugado el cuello muriera de un vulgar garrotillo en 1842, con treinta y cuatro años. Había dado rienda suelta a su vocación política hasta el final, ya como diplomático y diputado durante la regencia de Espartero, y con encendidos artículos en los diarios de la época. En sus últimos años trabajó también en la que luego sería su obra más conocida junto con la Canción del pirata: el poema narrativo El estudiante de Salamanca, protagonizado por un seductor que tenía por “sus fieros, sus bríos; sus premáticas, su voluntad”, y una de las mejores encarnaciones del titanismo romántico.

En uno de sus encontronazos con el poder, Espronceda recaló en Cuéllar. Esta villa le inspiró también un novelón titulado Sancho Saldaña, el castellano de Cuéllar, ambientada en el siglo XIII y llena de crímenes, traiciones, pasadizos y tumbas. Y es justo recordar a uno de nuestros más ilustres huéspedes, aunque fuese huésped forzoso, en este año en que se cumplen doscientos de su nacimiento y que tal vez se olvide en pro de otros centenarios más ruidosos. El mejor homenaje, con todo, sería releer y disfrutar El estudiante de Salamanca y el Canto a Teresa, para empezar.



27 septiembre 2024

Espronceda, dos siglos (III)

El mismo desprecio por lo instituido encontramos en su vivencia del amor. A los veintitrés años Espronceda se apodera de la malcasada Teresa Mancha y se la lleva a París. Viven unos años apasionados, tienen una hija, pero semejantes aventuras son tan intensas como fugaces. Teresa terminará rechazándole, mendigará amores durante unos años y morirá corroída por el desengaño en 1839.

No quiero dejar, por cierto, de hacer referencia a la sugestiva versión que ofrece Rosa Chacel de esta ruptura, en su novela Teresa. En un momento dado, la mujer, revolviendo papeles de su amante, encuentra una creación suya inédita: unos poemas obscenos. Una chiquillada, tal vez, pero Teresa no pudo evitar recordar sus raptos amorosos y asociarlos con aquellos versos. ¿Así que eso es una mujer, así que eso soy yo misma, para ti? El icono del rebelde, del patriota, del hombre animoso, se vino abajo de repente y Teresa ya no pudo recuperarse. Se convirtió en una cínica y rumió su amargura hasta su muerte.

Si no fue así, bien pudo haber sido. Tal vez había tomado a su amante por uno de sus personajes, esos que nunca descendían a tales submundos. En todo caso, la decepción fue tan tremenda que se hundió en abismos sacados a luz después por el poeta en uno de los cantos más desgarrados que salieron de su pluma, el titulado justamente “A Teresa” y que, caóticamente como no podía ser menos, insertó sin venir a cuento en El diablo mundo, su creación más ambiciosa.

¿Por qué volvéis a la memoria mía,

tristes recuerdos del placer perdido,

a aumentar la ansiedad y la agonía

de este desierto corazón herido?

Y sigue con abundantes ¡ay! Y ¡oh! mientras evoca cómo

En tu frente la implacable suerte

grababa de los réprobos el sino…

Sola y envilecida, y sin ventura,

tu corazón secaron las pasiones;

tus hijos, ay, de ti se avergonzaran,

y hasta el nombre de madre te negaran.

Para terminar con una risotada de hielo:

Brilla radiante el sol, la primavera

los campos pinta en la estación florida:

truéquese en risa mi dolor profundo…

Que haya un cadáver más, ¡qué importa al mundo!



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25 septiembre 2024

Espronceda, dos siglos (II)

José de Espronceda había nacido (o “le habían nacido”, como diría más tarde Leopoldo Alas) en 1808 en Almendralejo, por donde casualmente pasaban sus padres, el teniente coronel Juan de Espronceda y María del Carmen Delgado. Desde muy joven, buen hijo de su tiempo, anduvo mezclado en conspiraciones liberales que le llevaron a conocer los calabozos en varias ocasiones. Fue uno de esos exiliados que a la muerte de Fernando VII trajeron con ellos los nuevos aires en la política y en la poesía.

Ambas, de hecho, no dejaban de correr sendas paralelas en nuestro poeta. También en sus versos demostró siempre aversión a la mesura y el justo medio. De chico, su maestro Alberto Lista había dicho que el talento de Espronceda era “como una plaza de toros muy grande, pero con mucha canalla dentro”: capaz de clamorosos ripios como de hallazgos sorprendentes. Su liberalismo era el más radical que se despachaba en la época, pero tal vez las ideas políticas no fueran sino imagen de una insatisfacción más profunda: el hastío de la civilización, la nostalgia romántica por una época auroral sin normas, sin límites. En uno de sus poemas más conocidos, el “Canto del cosaco”, traza una auténtica “apología de la barbarie”:

¡Hurra, hurra, cosacos del desierto!

La Europa os brinda espléndido botín:

sangrienta charca sus campiñas sean,

de los grajos su ejército festín […]

¿Veis esas tierras fértiles?, las puebla

gente opulenta, afeminada ya […]

Desgarremos la vencida Europa,

cual tigres que devoran su ración;

en sangre empaparemos nuestra ropa,

cual rojo manto de imperial señor.

Y es que, si pusiéramos en un crisol todos los ingredientes que asociamos con el poeta romántico, posiblemente obtendríamos algo muy parecido a Espronceda. Él fue entre nosotros el modelo más acabado de aquella corriente, y también el primero. Lo cual, por cierto, equivale a decir el primer artista contemporáneo. Es en el Romanticismo cuando el artista, y en especial el escritor, se convierte en un inadaptado, un rebelde frente al orden establecido, cosas que aún en nuestro tiempo seguimos relacionando con el poeta o novelista. Sólo que entonces no reportaban laureles ni homenajes sino cárcel y destierro.



 

24 septiembre 2024

Espronceda, dos siglos (I)

 (Voy a guardar aquí este artículo que hice por encargo para la revista La villa, de Cuéllar, en el 2008, con ocasión del bicentenario de uno de los vecinos ilustres de dicha villa --estuvo preso en el castillo--).


Detesto acudir a los tópicos, pero creo que lo más parecido a una “bocanada de aire fresco” que recuerdo como lector fue mi reencuentro con la “Canción del pirata”, en los años universitarios. Habíamos acabado de estudiar el siglo XVIII, y quien más quien menos llegó a apreciar el sentido común de Feijoo, las ironías de Forner e incluso los ricitos y lunares cantados en lindas cuartetas por Meléndez Valdés. Pero, al igual que para sentir las cadenas hay que moverse, para advertir el olor a cerrado de aquellos correctísimos y atildados salones había que asomarse a otras latitudes. A la hora de pasar al Romanticismo, la profesora nos mandó llevar a clase la popular composición de Espronceda, a la que nunca presté gran atención, tal vez por el hastío de la archiconocida primera estrofa, la de los diez cañones por banda. Sin embargo, esta vez abrí el libro de Bachillerato y a la primera ojeada tuvo lugar el deslumbramiento.

Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad;

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria la mar.

 

Con la excusa de no añadir otro bulto al equipaje diario, empecé a copiarla a mano, con entusiasmo creciente. Al cuerno los besitos furtivos y las fiestas galantes de los poetas empelucados. Allí había sangre en las venas, vida a chorros, aunque al pirata no le importase perderla:

Y si muero, ¿qué es la vida?

Por perdida ya la di

cuando el yugo del esclavo

como un bravo sacudí.

 

Quien cantaba aquello era un corazón que se desbordaba frente a las reglas y al frío racionalismo del siglo que acabó. A él y a sus colegas los llamaron románticos como un mote despectivo que quería aludir a su afición a las novelerías, a los romances: estaban fuera de la realidad. Pero es que esa realidad les venía estrecha, y muchos salieron de ella por la vía más violenta, o fueron vencidos, como nuestro hombre, por una mezquina enfermedad que era un símbolo de un mal mucho más hondo, el que llamaron “mal del siglo”.




 


22 septiembre 2024

La incredulidad del padre Brown

El titulo responde al motivo que sirve de unión a estas historias y que es el de mostrar que la religión no tiene nada que ver con la superstición sino más bien con la razón. Suceden asesinatos que parecen el producto de una maldición o de una intervención fantasmagórica, y es el padre Brown el encargado de demostrar que no hay tal, sino una inteligencia que ha preparado las cosas de tal modo que así parezcan y salga él de rositas. Hay, por tanto, un criminal avispado que será derrotado por un detective aún más avispado, como en toda buena novela policiaca, claro. Pero en este caso el detective habrá de enfrentarse, aparte del asesino, a los que pretenden que allá donde hay un cura hay un creyente, o crédulo, en toda clase de supercherías. Precisamente porque parece sobrenatural no me lo creo, viene a decir el sacerdote de muchas maneras.

Curiosamente en la primera de las historias es el propio cura la víctima, que resucita al poco tiempo y ha de esforzarse en evitar que la gente lo aclame y difunda el “milagro” a voz en grito. A partir de ahí nos las hemos de ver con objetos sagrados, fantasmas, maldiciones familiares o animales adivinos. La solución es siempre racional, pero hay algo de inverosímil tanto en la extrema habilidad de los asesinos como en las geniales intuiciones del padre Brown. Pero son las reglas del juego y el juego resulta muy divertido.

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20 septiembre 2024

Papeles para la pequeña y la gran historia

Estas “Memorias de mi padre y mías” abarcan hasta el fin de la guerra civil y, en efecto, el padre del autor tiene tanto protagonismo como él, puesto que al comenzar la posguerra don Torcuato era un adolescente. Y don Juan Ignacio tuvo un papel interesante en la guerra desde su preparación, ya que anduvo en los tratos que culminaron con la compra del Dragon Rapide y el traslado de Franco a África. El autor cuenta graciosamente cómo utilizaban un lenguaje en clave donde la conspiración era “la operación de la tía Ernestina”, pero él ya sabía de qué se trataba. “Papá, dice don Fulano que la sublevación en Marruecos ha comenzado”.

Tal como relata aquí su experiencia, es fácil deducir que la guerra civil no empezó en el 36, ni siquiera en el 34, sino el en el 31, ya que la República fue una declaración de guerra contra media España, amén de que llegó por un golpe de Estado y no por referéndum, ni siquiera por unas legislativas que diesen la victoria a los republicanos. Ya desde el principio, se legisló para hacer desaparecer de la vida pública a los monárquicos y a la Iglesia: ABC estuvo clausurado en dos ocasiones y don Juan Ignacio encarcelado otras dos, una por una falsa acusación de asesinato y otra tras la sanjurjada, por el mero hecho de ser de derechas y “por tanto” sospechoso. Por no hablar (que don Torcuato tampoco habla) de la Constitución sectaria y las leyes contra la enseñanza de los religiosos.

La verdad es que la familia del autor tuvo bastante suerte dadas las circunstancias, puesto que solo tuvieron un muerto en la guerra y fue en combate, mientras que tantos y tantos de sus allegados cayeron víctimas de la vesania socialista y anarquista. De hecho varios salvaron la vida en circunstancias extremas y literalmente de película. Después de relatos como éste, no deja de sorprender que los socialistas actuales tengan la cara dura de presentarse como doblemente víctimas, primero como agredidos en la guerra y luego como acreedores a reparaciones en la transición. Pero más aún sorprende que la derecha española, lejos de arrepentirse por haberles dado una oportunidad, que no merecían, para volver a la vida pública, insista en comprarles semejante monserga.

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15 septiembre 2024

Más antecedentes

 del respeto a la libertad de prensa y a la legalidad por parte de los socialistas y allegados.

Una de las causas que acrecieron el muy justificado pesimismo de mi padre acerca del diagnóstico de la situación fue el gravísimo revés económico y moral que sufrió cuando el Gobierno que presidía Casares Quiroga –sectario entre los más sectarios—obligó a la empresa formada por mi abuelo a readmitir a los obreros expulsados cuando el conflicto laboral de ABC y prescindir, previa indemnización, de los operarios que fueron admitidos entonces. Aquella huelga fue declarada ilegal y, en consecuencia, la expulsión de los huelguistas era conforme a la Ley. No obstante, la orden gubernativa dictada casi dos años después era terminante: o se acataba o se procedería a la incautación de la empresa. ¡Donoso subterfugio para eliminar a un incómodo periódico de la oposición!

(En Papeles para la pequeña y gran historia, Torcuato Luca de Tena, capítulo XXVII)

La huelga en cuestión fue declarada cuando Juan Ignacio Luca de Tena se negó a transigir con el propósito de los obreros de obligar a uno de ellos a afiliarse a la UGT. Lo ugetistas fueron expulsados y la plantilla se rellenó con otros trabajadores, uno de los cuales murió asesinado al poco tiempo.

En fin, esta era la muy democrática Segunda República con la que acabó “el golpe de Estado del general Franco”.



13 septiembre 2024

"El pensamiento libre proclamo en alta voz..."

El gobierno de la Segunda República cerró el ABC durante más de tres meses en 1932. No fue el único periódico, claro. De hecho, la Segunda República tiene el récord de periódicos cerrados en toda la historia de España. No deja de ser coherente el PSOE de ahora cuando amenaza con ahogar a la prensa incómoda.

El Consejo de Ministros que tomó esta medida [la reapertura del periódico] estuvo muy dividido. Azaña, en sus Papeles inéditos, cita una frase esclarecedora como pocas para entender el talante democrático de la Segunda República Española: “Tengo muy en crisis el concepto político de la libertad de prensa”, recuerda Azaña que dijo Fernando de los Ríos [PSOE]: el mismo que escribió en su celda, como ya hemos relatado, “por el Derecho, la Libertad y la Justicia”. La misma tierna crisis de sus delicadas conciencias debieron sufrir [sic] los ministros Marcelino Domingo y Álvaro de Albornoz [,] que se opusieron a la reapertura de la redacción de ABC clausurada con cien cerrojos.

(Torcuato Luca de Tena, en Papeles para la pequeña y gran historia, capítulo XVIII)


“…y muera el que no piense igual que pienso yo”.



11 septiembre 2024

Dicen que ha resucitado

“Fofó no ha muerto. Ha muerto Alfonso Aragón Bermudez”. Así se expresa la gente cuando quiere decir que tal persona vivirá para siempre en nuestro recuerdo o que su obra dejará huella. No inventa una fábula con lujo de detalles sobre lugar, tiempo, modo de hablar y de comer de un resucitado, o sobre quiénes lo vieron y por qué orden. Ni habla paladinamente de “resucitar de entre los muertos”, provocando el cachondeo del público ateniense, pudiendo decir que todos estamos llenos de su espíritu, por ejemplo. Salvo que se trate de un poema lirico, lo que no era el caso.

Por eso, interpretar los relatos evangélicos de la resurrección como una alegoría que sugiere que Cristo sigue actuando en sus fieles, como hacen muchos teólogos con título, es simplemente ridículo. Así lo expone Vittorio Messori en este volumen, producto de una investigación rigurosa donde se enfrentan los datos evangélicos con las tesis que intentan refutar la realidad histórica de la resurrección.

¿Relato apologético, el de los Evangelios? ¿Y por qué no buscar mejores testigos que unas mujeres, cuyo testimonio tenía valor cero en aquel lugar y tiempo? ¿Contradictorio? No tan deprisa: los datos que ofrecen los evangelistas son perfectamente armonizables si uno se toma la molestia de armonizarlos. Messori analiza también las señales que el Resucitado quiso dejar para no ofrecer dudas razonables a los testigos: Juan vio y creyó, como Tomás, en este caso no por ver las llagas, sino por ver “las cintas extendidas y el sudario apartado de un modo singular”. En este apartado Messori sigue las investigaciones de un párroco italiano que, estudiando el griego de san Juan, llega a conclusiones diversas de las traducciones habituales.

Pero lo más divertido del libro es la última parte, donde Messori carga contra una plumífera alemana que, sin dejar de llamarse cristiana y aun católica, se permite poner en duda en sus publicaciones no solo la historicidad de los Evangelios, sino todo el magisterio de los Padres y de los papas. En Alemania ocupa (u ocupaba, no sé) una cátedra de Teología. Es lo que hay.

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07 septiembre 2024

Historia del rock

Hay cosas que vinculas a tu infancia y que tienen eso que se llama un halo de magia, más que nada, quizá, porque lo recuerdas de modo borroso, como vivido en segundo plano, como catando sólo las sombras, sabiendo además que alguien lo estaba disfrutando en toda su plenitud. Es lo que me sucede con los macrofestivales de rock de los 60: Woodstock, Monterrey, Isla deWight. Me parece haber estado allí, aislado durante unos días, con la duración que tienen los días en la niñez, “en un vasto dominio” que decía el otro, aunque delimitado por unos muros que eran como el armario de Narnia, donde lo que menos importaba era el escenario y lo que más la libertad y la compañía de gente tan estupenda como estrafalaria. Cierto que a mis seis o siete años no tenía ni idea de quiénes eran Bob Dylan, Jimi Hendrix o Janis Joplin, pero ahora, cuando veo a Dylan con su sombrero blanco, a Hendrix con sus colores chillones o a la Joplin desgañitándose y con sus gafotas, es como una reminiscencia. Supongo que la televisión tiene algo que ver. También las modas.

Y mira que, visto hoy objetivamente, aquello fue una zarrapastra infernal, un pozo de ácido lisérgico, fornicio y peste. Pasa con tantas otras cosas, que tu mente agranda porque tú eras tan pequeño.

Cuento todo esto porque poco puedo decir de la Historia del rock que Jordi Sierra i Fabra publica en Siruela. Viene a ser un epítome de la historia por fascículos, espléndidamente ilustrada, que sacó en los 80, pero actualizado hasta nuestros días. Me llama la atención, por cierto, que en las historias del rock que conozco se extiende el concepto hasta abarcar todo lo que llamamos música pop (soul, sonido disco, música electrónica, folk incluso), de modo que aquí se dedica espacio hasta a esos espantos llamados acid house o hip-hop. Aporta también Sierra i Fabra algo de historia económica, y así me entero del terremoto que supuso, también en el mundo de la música, la crisis del petróleo del 73, sobre todo por el encarecimiento de los discos, en cuya composición algo tenía que ver el dichoso oro negro.

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04 septiembre 2024

La hierba roja

Al parecer, en Francia funciona, o funcionaba, un colegio de Patafísica o algo así, del que Boris Vian formaba parte. Hasta donde yo sabía, la patafísica era un invento de Alfred Jarry, el dramaturgo vanguardista de principios de siglo, pero pensé que había muerto con él.

El caso es que La hierba roja se inscribe en esa corriente, claramente, aunque sin demasiados problemas podríamos haberla calificado como surrealista. Estamos en un mundo que se parece al nuestro pero en el que existen objetos, seres vivos, actividades… alternativos y que pueden tener la carga simbólica que cada uno quiera darles. Entre los objetos, el principal, una máquina… no del tiempo, sino que le traslada a uno a extraños lugares que sirven para repensar el pasado antes de borrarlo por completo. Es lo que le sucede al protagonista, que es el propio inventor de la máquina. En sus viajes interdimensionales se encuentra con personajes peregrinos que le interrogan sobre sí mismo: su infancia, sus amores… como extraños psicoanalistas o como fiscales de un extraño juicio particular. Juicio sin sentencia, aunque sí que hay un pequeño apocalipsis con sus condenados y salvados.

Puede ser un ajuste de cuentas consigo mismo (con el autor) o una juguetona parábola, o, ya digo, lo que cada uno quiera ver.

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02 septiembre 2024

La santa virreina

A él le mandan de virrey al Perú. Ella quiere acompañarle (fiel esposa) pero el rey, el muy pillín, se lo prohíbe porque se ha encaprichado de ella. Ella dice que irá así se oponga el papa de Roma (esto es mío), y el marido se estremece de gusto aun aparentando anuencia a la voluntad del monarca. Se mete en un convento y encarga un vestido ad hoc, pero lo que le llega es un traje de hombre, oh milagro, con el que partirá en lo primero que salga para América.

Ya en el Perú, nos encontramos con unos caciques apegados a sus ritos paganos, sobre quienes ejerce el mando un encomendero. Para sustraerla a peores destinos, la virreina toma a su servicio a una princesa de la tribu aquella, a la que enseña con provecho el catecismo. La señora enferma de gravedad y la india se contagia, pero cuenta con un remedio infalible: la quina, que le llevan sus compatriotas de tapadillo, porque el producto en cuestión es sagrado y constituye poco menos que un sacramento que evitará que el pueblo perezca algún día. En esto la india recuerda las enseñanzas de la señora sobre un Redentor que ofreció su vida por los hombres, y decide darle la quina a la señora. Pero las otras sirvientes, que le tienen ojeriza, la acusan de querer envenenar a nostrama

[destripe] Pero acaba bien. Por cierto, el traje de hombre, como habrán ustedes sospechado, se lo envió en marido [fin del destripe].

Todo esto en verso. Buen verso castellano, que don José María debía de haber ingerido y metabolizado como un buen jerez.

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