(Voy a guardar aquí este artículo que hice por encargo para la revista La villa, de Cuéllar, en el 2008, con ocasión del bicentenario de uno de los vecinos ilustres de dicha villa --estuvo preso en el castillo--).
Detesto acudir a los tópicos, pero creo que lo más parecido
a una “bocanada de aire fresco” que recuerdo como lector fue mi reencuentro con
la “Canción del pirata”, en los años universitarios. Habíamos acabado de
estudiar el siglo XVIII, y quien más quien menos llegó a apreciar el sentido
común de Feijoo, las ironías de Forner e incluso los ricitos y lunares
cantados en lindas cuartetas por Meléndez
Valdés. Pero, al igual que para sentir las cadenas hay que moverse, para
advertir el olor a cerrado de aquellos correctísimos y atildados salones había
que asomarse a otras latitudes. A la hora de pasar al Romanticismo, la profesora
nos mandó llevar a clase la popular composición de Espronceda, a la que nunca presté gran atención, tal vez por el
hastío de la archiconocida primera estrofa, la de los diez cañones por banda.
Sin embargo, esta vez abrí el libro de Bachillerato y a la primera ojeada tuvo
lugar el deslumbramiento.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad;
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria la mar.
Con la excusa de no añadir otro bulto al equipaje diario,
empecé a copiarla a mano, con entusiasmo creciente. Al cuerno los besitos
furtivos y las fiestas galantes de los poetas empelucados. Allí había sangre en
las venas, vida a chorros, aunque al pirata no le importase perderla:
Y si muero, ¿qué es la vida?
Por perdida ya la di
cuando el yugo del esclavo
como un bravo sacudí.
Quien cantaba aquello era un corazón que se desbordaba
frente a las reglas y al frío racionalismo del siglo que acabó. A él y a sus
colegas los llamaron románticos como
un mote despectivo que quería aludir a su afición a las novelerías, a los romances: estaban fuera de la realidad.
Pero es que esa realidad les venía estrecha, y muchos salieron de ella por la
vía más violenta, o fueron vencidos, como nuestro hombre, por una mezquina
enfermedad que era un símbolo de un mal mucho más hondo, el que llamaron “mal
del siglo”.