El destino, que siempre se burla de los titanes, quiso que el hombre que tantas veces se había jugado el cuello muriera de un vulgar garrotillo en 1842, con treinta y cuatro años. Había dado rienda suelta a su vocación política hasta el final, ya como diplomático y diputado durante la regencia de Espartero, y con encendidos artículos en los diarios de la época. En sus últimos años trabajó también en la que luego sería su obra más conocida junto con la Canción del pirata: el poema narrativo El estudiante de Salamanca, protagonizado por un seductor que tenía por “sus fieros, sus bríos; sus premáticas, su voluntad”, y una de las mejores encarnaciones del titanismo romántico.
En uno de sus encontronazos con el poder, Espronceda recaló en Cuéllar. Esta villa
le inspiró también un novelón titulado Sancho
Saldaña, el castellano de Cuéllar, ambientada en el siglo XIII y llena de
crímenes, traiciones, pasadizos y tumbas. Y es justo recordar a uno de nuestros
más ilustres huéspedes, aunque fuese huésped forzoso, en este año en que se
cumplen doscientos de su nacimiento y que tal vez se olvide en pro de otros centenarios
más ruidosos. El mejor homenaje, con todo, sería releer y disfrutar El estudiante de Salamanca y el Canto a Teresa, para empezar.