Pero un día, en un malhadado barco, llega Teresa, la amada infiel, viuda del nuevo amante, y la muy ladina se echa de nuevo a los pies de
Gregorio. Segunda parte. Jacobo ya no es más que un estorbo, y él lo sabe. El
tío lo mantiene a regañadientes mientras él sirve, en el más trovadoresco de
los sentidos, a la enemiga recuperada. A partir de aquí intuimos el final
trágico.
E intuimos también que lo de Sodoma no deja de tener un
matiz irónico, porque el niño estaba en Sodoma antes de partir a España: el
viaje fue una manera de quitarlo de en medio para que su tío le hiciera
asimilar poco a poco que su madre había dejado a su padre e iba a tener un hijo
de otro hombre. Y no dejó de estar en Sodoma aunque Teresa y sus amigos
cubriesen su frivolidad bajo apariencias de una vida más arreglada. Sodoma no es tanto las prácticas narcosexuales cuanto el
egoísmo de los mayores, se vista de
cinismo o de hipocresía. Como sucede en otras novelas de Mercedes Salisachs, en un momento dado un personaje enuncia la
clave de la historia:
En el fondo [el niño] no es
más que una víctima de nuestro pajolero sistema de vida, un pobre desarraigado
del que todos han ido sacudiéndose como si fuera una mosca.
Amenísima y de impecable factura, como todo lo que escribe Salisachs. Y un cuadro despiadado de lo
que iba a suceder en España poco después, con la aprobación de la ley de
divorcio. Contribuyen especialmente a crear suspense e interés la adopción del
punto de vista del niño y la alternancia entre el presente y el pasado
inmediato.
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