Anouilh plantea una Antígona en clave existencialista y, por tanto, contemporánea: tan contemporánea que sitúa el asunto, de modo un tanto forzado, en nuestro tiempo, con café y con coches. La acción sigue una línea muy similar a la de Sófocles, pero es en el enfrentamiento entre Antígona y Creonte cuando nos damos cuenta de que los verdaderos motivos de la hija de Edipo son muy otros que el cumplimiento de un deber moral. Avisada por Creonte de la verdadera catadura de sus hermanos, se ve obligada a reconocer que anda buscando la muerte como rechazo a un bienestar ilusorio en el que viven todos los demás (al que en el diálogo se da el nombre impropio de felicidad) y del que es árbitro Creonte: la política no sería, así, sino el enojoso deber de mantener ese estado ilusorio (“yo dije sí” a ese deber), de espaldas a la condición trágica del ser humano. Los guardias serían los mejores representantes de esa inconsciencia.
Es un planteamiento que me recuerda al de Buero Vallejo en En la ardiente oscuridad. Solo que en Anouilh el personaje inquieto (y que causa el conflicto) es el que
reconoce la ceguera, es decir, el sinsentido del mundo, mientras que en Buero el conflictivo es el que se
empeña en creer que no hay ceguera, en superar la limitación.
Eso es al menos lo que veo en esta adaptación para RTVE, con
Teresa Rabal y Pablo Sanz como antagonistas, que cumplen bastante bien.
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