28 julio 2023

El gran Gatsby

Si hacemos caso al lema*, Jan (Gatz) Gatsby dedicó su vida a convertirse en un hombre rico para recuperar el amor de Daisy (en la novela casada con el infiel Tom Buchanan). Entonces la tragedia vendría a ser que, en un mundo donde las grandes palabras ya no significan nada, semejante lucha titánica aboca al infierno de los aburridos, que diría el otro. En realidad, todos los personajes parecen no saber a dónde tirar con sus vidas, y ni la infidelidad amorosa resulta excitante.

Según un crítico, la película de 1974 resultaba “una sesión de fuegos artificiales de excesiva duración”. Aquí los fuegos artificiales, que imagino aluden a la espectacularidad de los fiestorros que da Gatsby en su mansión, se hallan bastante atenuados y se da más cancha a lo psicológico, la psique de unos hombres y mujeres, ya digo, bastante vacíos. La historia avanza conducida por el otro protagonista, Nick Carraway, para quien su vecino, Gatsby, resulta una incógnita a cuyo despeje nos invita a contribuir.

Una de las grandes novelas del siglo XX, dicen. Seralo.

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*Ponte el sombrero de oro, si eso la conmueve; si puedes saltar alto, salta también para ella, hasta que grite “Amante del sombrero de oro, amante saltarín, ¡tienes que ser mío!


26 julio 2023

Elvira Coloma

Elvira Coloma es una novela decimonónica publicada en 1942. Y no estoy haciendo ningún reproche: podría figurar sin desmerecer entre lo mejor de Juan Valera o de Pereda, no me atrevo a subir hasta Galdós o Clarín. La protagonista es una de esas mujeres infelices de que está poblada esa narrativa, no solo la española: Madame Bovary, La Regenta, Ana Karenina, Effi Briest. Hay mucho de La Regenta, en concreto, pero más que nada en el retrato de los personajes secundarios, ridículos a fuer de vanidosos, cada uno con su tema y sus muletillas, dialogando en el Círculo de Recreo y los salones aristocráticos.  Elvira es infeliz en su matrimonio pero no padece las neuras de Ana Ozores, sobre todo porque es una criatura mucho más frívola y apenas aspira a nada en la vida, de modo que se conforma con suscitar esperanzas, para divertirse, en sus admiradores, sobre todo el otro protagonista, Evaristo Uría. Lo suyo es un aburrimiento superficial. Su marido no es tampoco el grotesco Víctor Quintanar sino el no menos escéptico (que ella) Evencio Pascual, seguro de la virtud de su esposa y que por ello no pone reparos a que se vea a solas con cualquier otro.

Con estos mimbres sale una trama de guante blanco, donde no hay adulterios consumados ni violencias mortales y donde, al cabo, prevalece la sensatez, lo que satisface desde el punto de vista moral pero menos desde el novelesco. No falta un duelo, pero la víctima se recupera en seguida. Podríamos decir que la trama arranca, después de unos cuantos capítulos de presentación, cuando la hija de Elvira se pone de largo y Uría se ve dividido entre madre e hija, que le corresponden de diferente modo, siempre limpio. Mantiene el interés la prosa impecable del sepulvedano Francisco de Cossío, que ha ambientado la obra en un Valladolid que conocía bien pero que nunca nombra como tal.

Podría ser, de hecho, la novela vallisoletana que no vio el XIX. Para que no falte nada a su aire de realismo tradicional, el narrador es externo y omnisciente, y cuenta su historia de manera lineal salvo el prólogo y el epílogo, que ocurren unos treinta años más tarde, a lo Retorno a Brideshead, con un Evaristo Uría que revisita la ciudad tras una prolongada ausencia.

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23 julio 2023

Matanzas en el Madrid republicano (y IV)

La prepotencia de las milicias frente al gobierno republicano se explica suficientemente si consideramos que la obediencia de aquellas era para los jerarcas soviéticos y no para unos ministros que estaban literalmente de adorno y a los que dichos jerarcas trataban como auténticos peleles. Dos ejemplos.

Estaba yo, sentado, de conversación con el Presidente [del Consejo de Ministros, Largo Caballero], en su despacho. De repente, se abrió la puerta, sin previo aviso, y entró un hombre con el gabán puesto y el sombrero hongo echado para atrás. Nos echó un vistazo y se sentó en un sillón sin pronunciar una palabra ni hacer el menor saludo, con el abrigo puesto y el sombrero en el cogote. Se sacó un periódico del bolsillo y se puso a leer. Yo me quedé con la boca abierta. ¡Se trataba de Rosenberg, embajador de Rusia!

[…]

Miaja [ministro de la Guerra] sentado ante su mesa de trabajo a un extremo del gran despacho y yo a su lado. En ese momento empezamos a hablar. Entonces, al otro extremo de la estancia, se abre una puerta, entra un hombre con uniforme ruso, un oficial, probablemente capitán…, nos mira y se dirige al General, sin la menor muestra de deferencia, como se habla a un ordenanza: Où est un tel (¿dónde está fulano de tal?) El General balbucea: Il est sorti par là (ha salido por allí) y señala una puerta. El ruso atraviesa la sala, sale por esa puerta, sin dignarse dirigir al General otra mirada, sin más palabras. De hecho, ni siquiera dijo ¡gracias!

El mismo Miaja, además capitán general de Madrid y presidente de la Junta de Defensa, se negó a facilitar a Ricardo de la Cierva (hermano del aviador y protegido de Schlayer) la salida de España por miedo a que los milicianos lo reconocieran en el aeropuerto. “Si en Barajas lo reconoce un miliciano lo mata sin más” …

En fin, este es el “gobierno legítimo de la República” que pudo ver en Madrid el cónsul de Noruega. Todo muy bello e instructivo, que diría el otro, si tienen la paciencia de soportar las continuas comas entre sujeto y predicado que perpetra el editor. Mejor cojan la edición de Espuela de Plata, a ver si está más cuidada.



21 julio 2023

F.Ibáñez

Tengo que interrumpir mi cadena de comentarios sobre el libro del señor Schlayer, pero qué remedio: ha muerto el hombre que más ratos divertidos me ha hecho pasar en esta vida, quizá junto a los guionistas, dibujantes y dobladores de la serie Merrie melodies de la Warner, y hay que decir algo, aunque ya se haya dicho casi todo.

Cuando me empezaron a comprar tebeos de Bruguera estaban a cinco pesetas, aunque eso duró poco: en seguida subieron a seis, siete, ocho… Bien, el caso es que en las historietas que más destacaba cada tebeo, por más largas y por ir en las primeras páginas, aparecía la firma F. Ibáñez, con un asterisco en lugar de punto. Era el primer Ibáñez que conocía, no en vano uno tenía ¿seis? ¿siete años? y no tenía noticia del señor Blasco ni del tipo que berreaba poemas de Alberti y de Góngora y que por esas mismas fechas seducía a todos los que jugaban a jugarse la vida contra el dictador.

En el DDT eran Pepe Gotera y Otilio, en el Din Dan Rompetechos, en el Tío Vivo el botones Sacarino, y en cuanto a Mortadelo y Filemón, creo que aparecían primero en Pulgarcito, antes de que saliera la revista titulada con el nombre del calvo con gafas. Se trataba de las estrellas de cada semanario y, como digo, llevaban la misma firma. Hay que decir que pillé a Ibáñez en su mejor momento, a raíz de publicar El sulfato atómico, que inauguraba las historias seriadas de la pareja de la TIA y que le consagró de modo definitivo. Si me preguntan qué selección se puede hacer de Ibáñez, mencionaría sin dudar esos títulos que van, aproximadamente, del 70 al 80, junto con las contemporáneas de los otros personajes citados.

¿Qué tenía de especial? Una capacidad sin límites para hacer un gag cuando todavía no te habías repuesto del anterior, de modo que te veías obligado a hacer una pausa para no fenecer de un shock. Y un arte sin igual para las caras de susto o de cabreo, sentimientos que eran todo el sustrato de sus historietas, y que nos servían, sin duda, de catarsis, como habrían dicho los griegos. Todo ello potenciado por los surrealistas “efectos especiales”, como los disfraces de Mortadelo o las increíbles armas ofensivas que se sacaban de la manga las víctimas de las meteduras de pata del socio.

En mis estantes luciría en lugar de honor una recopilación de toda su obra en ese período. Sin comentarios, por supuesto, y menos comentarios de listillos que quieran incidir en lo sociológico, como es tan desafortunadamente habitual.



14 julio 2023

Matanzas en el Madrid republicano (III)

De hecho, una vez en las checas, uno no podía esperar nada de la policía, que “quedaba limitada a registrar la masa de personas denunciadas o traídas al azar”.

La custodia y vigilancia de los presos en las cárceles ya no incumbía a los órganos policiales sino a los milicianos de cada partido político […] Nadie controlaba estas cuevas de bandidos, nadie sabía la identidad de los hombres y mujeres que allí languidecían injustamente […] En calidad de jueces actuaban, en parte, golfillos de dieciocho a veinte años.

Tampoco se trataba de algo que al gobierno se le hubiera ido de las manos. En realidad,

tan perfecta era la conexión entre el gobierno y los asesinos, que [a raíz de una protesta del propio Schlayer ante Álvarez del Vayo, ministro de Estado, por la profusión de cadáveres en la vía pública] toda la organización existente se transformó en pocas horas: ahora ejecutaban a las víctimas fuera de Madrid, en lugares apartados…

Una tragedia añadida, de la que había oído hablar poco, fue la de los que abandonaron sus pueblos por instigación de las milicias, cuando la llegada de los nacionales era inminente. Abandonaban todos sus bienes y constituían largas columnas de refugiados, que en buena parte alimentaron luego las propias milicias, al carecer de otro modo de ganarse la vida; pero también suponían un lastre para los propios rojos, que los empujaban cada vez más lejos. Los nacionales “encontraban a su paso siempre pueblos vacíos”.

Las milicias entraron en el pueblo y nos dijeron: “dentro de dos horas os tenéis que marchar todos, y al que se quede lo fusilamos.”

Este afán por dar gusto al gatillo no lo era tanto cuando había que enfrentarse cara a cara al enemigo. Regresando a su pueblo, Schlayer se encuentra con unos guardias de asalto de su confianza, que le cuentan que se hallan allí con la misión de disparar contra los suyos que escapan del combate:

Tan pronto como los otros empiezan a disparar, echan a correr, escapando.

El responsable político de aquella posición se hallaba a dos kilómetros del frente, con el Estado Mayor:

No quería que fuéramos hasta allí [hasta la línea del frente] porque había demasiado peligro. (Probablemente para él…)

Y quizá el peligro no era solo de los nacionales, porque las milicias eran poco receptivas a las órdenes:

…unos milicianos, a quienes el Director General de Seguridad recibió en su pomposo despacho para reprocharles unas acciones nada honrosas, le hicieron la siguiente declaración: “Si no cierras el pico, te damos a ti el paseo”.

Sin las Brigadas Internacionales, dice Schlayer, “las milicias se hubieran dispersado ya a finales de 1936”. Lo que no deja de tocarme un poco el orgullo patrio, pero hay que tener en cuenta que los Internacionales venían con el objetivo expreso de combatir y estaban sometidos a una disciplina férrea, al contrario que los milicianos, que se encontraron de repente con un fusil en la mano.



 

10 julio 2023

Matanzas en el Madrid republicano (II)

Ni que decir tiene que, ante el espectáculo diario de los paseos, las pretensiones culturales de ciertos grupos resultasen un sarcasmo:

¡Cómo se profanaba el nombre clásico de Atenas, en todos los barrios de la ciudad, al asociarlo con los “ateneos libertarios”, cuya única finalidad consistía en el robo y el asesinato colectivo!

No se trataba ya solo del asesinato, sino del ensañamiento:

Invitaban a las víctimas a que se escaparan para salvarse, a continuación les herían con disparos sueltos y, al caer, les mataban, disparando a bocajarro.

[…]

Prefiero no describir en qué circunstancias tan horrendas, con qué bestialidad y en medio de qué tormentos físicos y psíquicos se practicaron muchos de dichos asesinatos.

A lo que se añadía la exhibición de la muerte:

Hombres, mujeres y niños peregrinaban cada mañana, sobre todo en el propio Madrid, a los lugares, concretos y conocidos, donde se perpetraban los asesinatos nocturnos y contemplaban, con interés y con toda clase de comentarios, el “botín” de la cacería. Se había convertido aquello en un horrendo espectáculo popular, en el que así se destruía todo sentimiento de respeto hacia el carácter sagrado de la muerte, en un país en el que, antes, no había nombre, ni maduro ni joven, que pasara cerca de un coche mortuorio sin descubrirse.

(Se me ocurren dos cosas: una, la comparación con algo que cuenta Andrés Trapiello con cierta sorna, sobre un llamamiento hecho desde El Norte de Castilla para que la gente no acudiese a las ejecuciones públicas, hechas por los nacionales, claro: “…son públicos, en verdad, tales actos, pero la enorme gravedad de los mismos, el respeto que se debe a los desgraciados…”. Otra, el espectáculo dado por los socialistas de hoy con su afán sacar de sus tumbas a los enemigos políticos de ayer, en antítesis a ese “respeto hacia el carácter sagrado de la muerte”. Llamad hipocresía a lo del Norte, si queréis. Para lo otro hay nombres mucho peores.)

Hemos aludido a la entrega de la autoridad por parte del gobierno. Hay que añadir que la judicatura tampoco estaba en condiciones de impartir justicia, pues, aunque se dieran casos de jueces que se atrevieran a detener a criminales (Schlayer relata un caso) la mayoría se inhibían: sabían que

eran muy pocos los que salían con vida, una vez que caían en una de esas semioficiales “checas”, como en Madrid las llamaba la gente.

Eran, también, conscientes de que la policía colaboraba con los asesinos:

Un bandido de 28 años, García Atadell, estaba al frente de una brigada de la Policía estatal, por medio de la cual no solamente cometía los más inauditos desvalijamientos, sino que, en cientos de casos, entregaba a las víctimas de los mismos, no a la Policía sino a las “checas” sanguinarias.

 


 

 

 

 

07 julio 2023

Matanzas en el Madrid republicano (I)

Es la versión que hicieron en Áltera (2005, o por ahí), anterior a la que titularon con el original, Diplomático en el Madrid rojo, a cargo del sello Espuela de Plata (2021). Son las memorias de Felix Schlayer, que, aunque era alemán, ejercía de cónsul de Noruega, y que fue testigo de los modos democráticos de la parte de España donde fracasó el alzamiento fascista. El título de Áltera es sensacionalista, desde luego, aunque es cierto que las matanzas (los modos democráticos a los que antes me refería, por si alguien no lo ha pillado) ocupan una gran parte del libro. De hecho, él mismo habría podido ser asesinado si no hubiera resistido con gallardía a las presiones de las fuerzas gubernamentales que hasta el último momento trataron de impedirle su salida de España:

Pasados unos días, los policías aseguraron a uno de mis compañeros diplomáticos que, si hubieran podido apoderarse de mí, “no hubiera durado ni cinco minutos”.

Salida que hubo de aceptar como inevitable, pues se había hecho persona bastante ingrata para el gobierno y las milicias que real y criminalmente ejercían el poder.

Empieza Schlayer caracterizando a estas masas a las que el gobierno armó temerariamente. Salvo casos aislados (Melchor Rodríguez, por ejemplo), no se trataba de idealistas, sino de gente sin más aspiración que

el vivir bien emparejado con el no hacer nada. Tal era la consigna tentadora con la que, con habilidad, el comunismo seducía a la masa inculta, carente hasta el presente de ambiciones y hecha ya a la mezquindad de su vida, empujándola a actuaciones fanáticas con un seguimiento ciego: “Quitadle todo a los que lo tienen y así podréis ser tan gandules y vivir tan bien como ellos ahora”.

El hecho es que estas turbas de gandules establecieron un régimen de terror donde, para vivir tranquilo, había que disponer de carnet de algunos de los sindicatos afectos al gobierno, como la UGT o la CNT. Y estas turbas gozaban de total impunidad, al contrario, según Schlayer, de lo que ocurría en la otra zona, donde, por ejemplo,

condenaron a muerte a ocho falangistas de un pueblo, por crímenes que habían cometido en las primeras semanas contra otros habitantes del lugar.

El factor masa contribuyó, una vez más, a que “personas que hasta entonces nunca hubieran pensado en ello” se lanzaran al asesinato indiscriminado. El gobierno de Giral, “con notable falta de sensatez, entregó las armas y, con ellas, la autoridad”. Pronto las cárceles se llenaron de presuntos enemigos políticos y para hacer sitio hubo que liberar a los presos comunes, que no pusieron reparos a la hora de ser investidos como “hermanos proletarios”. Consecuencia lógica: saqueo de tiendas y de restaurantes en nombre del pueblo. “¡UHP (Uníos hermanos proletarios) se convirtió en una especie de contraseña sustitutoria del pago”. Cuando al comerciante no le parecía suficiente, el hermano proletario “le ponía la boca del revólver delante de la suya”.

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03 julio 2023

La hermana

Fue una recomendación de Carmen Laforet, no a mí, claro, sino a Elena Fortún. En su primera edición española se tituló, al parecer, Música en Florencia. La “acción” transcurre, en efecto, en esa ciudad italiana, y la protagoniza un pianista que ha dejado de ejercer de tal por culpa de una enfermedad nerviosa que le paraliza los dedos. El arranque tiene lugar en un hotel donde algunos viajeros se hallan detenidos a causa de un temporal de nieve. Me recordó inmediatamente a otro arranque, el de la película Alarma en el expreso de Hitchcock, aunque, claro, el tema es muy diferente. El hecho es que a partir del segundo capítulo la novela cambia de narrador, y es el propio músico quien relata las vivencias de su enfermedad, en un manuscrito que le deja en herencia al primer narrador.

No sé, realmente, si es un libro que se deba recomendar a un enfermo grave, como era Elena Fortún en aquella circunstancia. Bastante tenía la pobre con sus propios dolores, y la verdad es que el pianista de marras no es ningún santo que eleve el dolor a lo sobrenatural. Lo que es cierto es que, como en La montaña mágica de Thomas Mann, la enfermedad se convierte en ocasión para reflexionar sobre la vida y la muerte. Z. (no tiene más nombre nuestro hombre) es internado en un hospital de Florencia porque la enfermedad cursa con dolores abominables (lo de los dedos es solo una secuela) y es atendido por dos médicos que filosofan junto a él y por cuatro monjas que no filosofan sino que cuidan. Una de ellas imagino que será la que dé título a la novela, aunque no puedo adivinar si se tratará de la bella Cherubina (un ángel, sí), que casi le sana con su mera presencia, o de la muy confusa Carissima, cuya propia enfermedad la lleva al exceso de celo caritativo con nuestro hombre, al administrarle la droga que él pedía pero los médicos desaconsejaban.

No sé, quizá tenga razón la Laforet cuando ve en esta obra eso, la posibilidad de sostenernos los unos a los otros. Es cuando una de las monjas, que Z. nunca llegará a identificar, le susurra “no quiero que te mueras” cuando amanece la esperanza para el protagonista. Esa era la definición de amor, según no sé quién: es bueno que tú existas.

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