Tengo que interrumpir mi cadena de comentarios sobre el libro del señor Schlayer, pero qué remedio: ha muerto el hombre que más ratos divertidos me ha hecho pasar en esta vida, quizá junto a los guionistas, dibujantes y dobladores de la serie Merrie melodies de la Warner, y hay que decir algo, aunque ya se haya dicho casi todo.
Cuando me empezaron a comprar tebeos de Bruguera estaban a
cinco pesetas, aunque eso duró poco: en seguida subieron a seis, siete, ocho…
Bien, el caso es que en las historietas que más destacaba cada tebeo, por más
largas y por ir en las primeras páginas, aparecía la firma F. Ibáñez, con un asterisco en lugar de punto. Era el primer Ibáñez
que conocía, no en vano uno tenía ¿seis? ¿siete años? y no tenía noticia del
señor Blasco ni del tipo que
berreaba poemas de Alberti y de Góngora y que por esas mismas fechas
seducía a todos los que jugaban a jugarse la vida contra el dictador.
En el DDT eran
Pepe Gotera y Otilio, en el Din Dan
Rompetechos, en el Tío Vivo el
botones Sacarino, y en cuanto a Mortadelo y Filemón, creo que aparecían primero
en Pulgarcito, antes de que saliera
la revista titulada con el nombre del calvo con gafas. Se trataba de las
estrellas de cada semanario y, como digo, llevaban la misma firma. Hay que
decir que pillé a Ibáñez en su mejor
momento, a raíz de publicar El sulfato
atómico, que inauguraba las historias seriadas de la pareja de la TIA y que
le consagró de modo definitivo. Si me preguntan qué selección se puede hacer de
Ibáñez, mencionaría sin dudar esos
títulos que van, aproximadamente, del 70 al 80, junto con las contemporáneas de
los otros personajes citados.
¿Qué tenía de especial? Una capacidad sin límites para hacer
un gag cuando todavía no te habías repuesto del anterior, de modo que te veías
obligado a hacer una pausa para no fenecer de un shock. Y un arte sin igual
para las caras de susto o de cabreo, sentimientos que eran todo el sustrato de
sus historietas, y que nos servían, sin duda, de catarsis, como habrían dicho
los griegos. Todo ello potenciado por los surrealistas “efectos especiales”, como
los disfraces de Mortadelo o las increíbles armas ofensivas que se sacaban de
la manga las víctimas de las meteduras de pata del socio.
En mis estantes luciría en lugar de honor una recopilación
de toda su obra en ese período. Sin comentarios, por supuesto, y menos
comentarios de listillos que quieran incidir en lo sociológico, como es tan desafortunadamente
habitual.