Pasados unos días, los policías aseguraron a uno de mis compañeros
diplomáticos que, si hubieran podido apoderarse de mí, “no hubiera durado ni
cinco minutos”.
Salida que hubo de aceptar como inevitable, pues se había
hecho persona bastante ingrata para el gobierno y las milicias que real y
criminalmente ejercían el poder.
Empieza Schlayer
caracterizando a estas masas a las que el gobierno armó temerariamente. Salvo
casos aislados (Melchor Rodríguez,
por ejemplo), no se trataba de idealistas, sino de gente sin más aspiración que
el vivir bien emparejado con el no hacer nada. Tal era la consigna
tentadora con la que, con habilidad, el comunismo seducía a la masa inculta,
carente hasta el presente de ambiciones y hecha ya a la mezquindad de su vida,
empujándola a actuaciones fanáticas con un seguimiento ciego: “Quitadle todo a
los que lo tienen y así podréis ser tan gandules y vivir tan bien como ellos
ahora”.
El hecho es que estas turbas de gandules establecieron un
régimen de terror donde, para vivir tranquilo, había que disponer de carnet de
algunos de los sindicatos afectos al gobierno, como la UGT o la CNT. Y estas
turbas gozaban de total impunidad, al contrario, según Schlayer, de lo que ocurría en la otra zona, donde, por ejemplo,
condenaron a muerte a ocho falangistas de un pueblo, por crímenes que
habían cometido en las primeras semanas contra otros habitantes del lugar.
El factor masa contribuyó, una vez más, a que “personas que
hasta entonces nunca hubieran pensado en ello” se lanzaran al asesinato indiscriminado.
El gobierno de Giral, “con notable
falta de sensatez, entregó las armas y, con ellas, la autoridad”. Pronto las
cárceles se llenaron de presuntos enemigos políticos y para hacer sitio hubo
que liberar a los presos comunes, que no pusieron reparos a la hora de ser
investidos como “hermanos proletarios”. Consecuencia lógica: saqueo de tiendas
y de restaurantes en nombre del pueblo. “¡UHP (Uníos hermanos proletarios) se
convirtió en una especie de contraseña sustitutoria del pago”. Cuando al
comerciante no le parecía suficiente, el hermano proletario “le ponía la boca
del revólver delante de la suya”.
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