07 julio 2023

Matanzas en el Madrid republicano (I)

Es la versión que hicieron en Áltera (2005, o por ahí), anterior a la que titularon con el original, Diplomático en el Madrid rojo, a cargo del sello Espuela de Plata (2021). Son las memorias de Felix Schlayer, que, aunque era alemán, ejercía de cónsul de Noruega, y que fue testigo de los modos democráticos de la parte de España donde fracasó el alzamiento fascista. El título de Áltera es sensacionalista, desde luego, aunque es cierto que las matanzas (los modos democráticos a los que antes me refería, por si alguien no lo ha pillado) ocupan una gran parte del libro. De hecho, él mismo habría podido ser asesinado si no hubiera resistido con gallardía a las presiones de las fuerzas gubernamentales que hasta el último momento trataron de impedirle su salida de España:

Pasados unos días, los policías aseguraron a uno de mis compañeros diplomáticos que, si hubieran podido apoderarse de mí, “no hubiera durado ni cinco minutos”.

Salida que hubo de aceptar como inevitable, pues se había hecho persona bastante ingrata para el gobierno y las milicias que real y criminalmente ejercían el poder.

Empieza Schlayer caracterizando a estas masas a las que el gobierno armó temerariamente. Salvo casos aislados (Melchor Rodríguez, por ejemplo), no se trataba de idealistas, sino de gente sin más aspiración que

el vivir bien emparejado con el no hacer nada. Tal era la consigna tentadora con la que, con habilidad, el comunismo seducía a la masa inculta, carente hasta el presente de ambiciones y hecha ya a la mezquindad de su vida, empujándola a actuaciones fanáticas con un seguimiento ciego: “Quitadle todo a los que lo tienen y así podréis ser tan gandules y vivir tan bien como ellos ahora”.

El hecho es que estas turbas de gandules establecieron un régimen de terror donde, para vivir tranquilo, había que disponer de carnet de algunos de los sindicatos afectos al gobierno, como la UGT o la CNT. Y estas turbas gozaban de total impunidad, al contrario, según Schlayer, de lo que ocurría en la otra zona, donde, por ejemplo,

condenaron a muerte a ocho falangistas de un pueblo, por crímenes que habían cometido en las primeras semanas contra otros habitantes del lugar.

El factor masa contribuyó, una vez más, a que “personas que hasta entonces nunca hubieran pensado en ello” se lanzaran al asesinato indiscriminado. El gobierno de Giral, “con notable falta de sensatez, entregó las armas y, con ellas, la autoridad”. Pronto las cárceles se llenaron de presuntos enemigos políticos y para hacer sitio hubo que liberar a los presos comunes, que no pusieron reparos a la hora de ser investidos como “hermanos proletarios”. Consecuencia lógica: saqueo de tiendas y de restaurantes en nombre del pueblo. “¡UHP (Uníos hermanos proletarios) se convirtió en una especie de contraseña sustitutoria del pago”. Cuando al comerciante no le parecía suficiente, el hermano proletario “le ponía la boca del revólver delante de la suya”.

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