De hecho, una vez en las checas, uno no podía esperar nada de la policía, que “quedaba limitada a registrar la masa de personas denunciadas o traídas al azar”.
La custodia y vigilancia de los presos en las cárceles ya no incumbía a
los órganos policiales sino a los milicianos de cada partido político […] Nadie controlaba estas cuevas de bandidos,
nadie sabía la identidad de los hombres y mujeres que allí languidecían
injustamente […] En calidad de jueces
actuaban, en parte, golfillos de dieciocho a veinte años.
Tampoco se trataba de algo que al gobierno se le hubiera ido
de las manos. En realidad,
tan perfecta era la conexión entre el gobierno y los asesinos, que
[a raíz de una protesta del propio Schlayer
ante Álvarez del Vayo, ministro de
Estado, por la profusión de cadáveres en la vía pública] toda la organización existente se transformó en pocas horas: ahora
ejecutaban a las víctimas fuera de Madrid, en lugares apartados…
Una tragedia añadida, de la que había oído hablar poco, fue
la de los que abandonaron sus pueblos por instigación de las milicias, cuando
la llegada de los nacionales era inminente. Abandonaban todos sus bienes y
constituían largas columnas de refugiados, que en buena parte alimentaron luego
las propias milicias, al carecer de otro modo de ganarse la vida; pero también
suponían un lastre para los propios rojos, que los empujaban cada vez más
lejos. Los nacionales “encontraban a su paso siempre pueblos vacíos”.
Las milicias entraron en el pueblo y nos dijeron: “dentro de dos horas
os tenéis que marchar todos, y al que se quede lo fusilamos.”
Este afán por dar gusto al gatillo no lo era tanto cuando
había que enfrentarse cara a cara al enemigo. Regresando a su pueblo, Schlayer se encuentra con unos guardias
de asalto de su confianza, que le cuentan que se hallan allí con la misión de
disparar contra los suyos que escapan del combate:
Tan pronto como los otros empiezan a disparar, echan a correr,
escapando.
El responsable político de aquella posición se hallaba a dos
kilómetros del frente, con el Estado Mayor:
No quería que fuéramos hasta allí [hasta la línea del frente] porque había demasiado peligro.
(Probablemente para él…)
Y quizá el peligro no era solo de los nacionales, porque las
milicias eran poco receptivas a las órdenes:
…unos milicianos, a quienes el Director General de Seguridad recibió en
su pomposo despacho para reprocharles unas acciones nada honrosas, le hicieron
la siguiente declaración: “Si no cierras el pico, te damos a ti el paseo”.
Sin las Brigadas Internacionales, dice Schlayer, “las milicias se hubieran dispersado ya a finales de
1936”. Lo que no deja de tocarme un poco el orgullo patrio, pero hay que tener
en cuenta que los Internacionales venían con el objetivo expreso de combatir y
estaban sometidos a una disciplina férrea, al contrario que los milicianos, que
se encontraron de repente con un fusil en la mano.