10 julio 2023

Matanzas en el Madrid republicano (II)

Ni que decir tiene que, ante el espectáculo diario de los paseos, las pretensiones culturales de ciertos grupos resultasen un sarcasmo:

¡Cómo se profanaba el nombre clásico de Atenas, en todos los barrios de la ciudad, al asociarlo con los “ateneos libertarios”, cuya única finalidad consistía en el robo y el asesinato colectivo!

No se trataba ya solo del asesinato, sino del ensañamiento:

Invitaban a las víctimas a que se escaparan para salvarse, a continuación les herían con disparos sueltos y, al caer, les mataban, disparando a bocajarro.

[…]

Prefiero no describir en qué circunstancias tan horrendas, con qué bestialidad y en medio de qué tormentos físicos y psíquicos se practicaron muchos de dichos asesinatos.

A lo que se añadía la exhibición de la muerte:

Hombres, mujeres y niños peregrinaban cada mañana, sobre todo en el propio Madrid, a los lugares, concretos y conocidos, donde se perpetraban los asesinatos nocturnos y contemplaban, con interés y con toda clase de comentarios, el “botín” de la cacería. Se había convertido aquello en un horrendo espectáculo popular, en el que así se destruía todo sentimiento de respeto hacia el carácter sagrado de la muerte, en un país en el que, antes, no había nombre, ni maduro ni joven, que pasara cerca de un coche mortuorio sin descubrirse.

(Se me ocurren dos cosas: una, la comparación con algo que cuenta Andrés Trapiello con cierta sorna, sobre un llamamiento hecho desde El Norte de Castilla para que la gente no acudiese a las ejecuciones públicas, hechas por los nacionales, claro: “…son públicos, en verdad, tales actos, pero la enorme gravedad de los mismos, el respeto que se debe a los desgraciados…”. Otra, el espectáculo dado por los socialistas de hoy con su afán sacar de sus tumbas a los enemigos políticos de ayer, en antítesis a ese “respeto hacia el carácter sagrado de la muerte”. Llamad hipocresía a lo del Norte, si queréis. Para lo otro hay nombres mucho peores.)

Hemos aludido a la entrega de la autoridad por parte del gobierno. Hay que añadir que la judicatura tampoco estaba en condiciones de impartir justicia, pues, aunque se dieran casos de jueces que se atrevieran a detener a criminales (Schlayer relata un caso) la mayoría se inhibían: sabían que

eran muy pocos los que salían con vida, una vez que caían en una de esas semioficiales “checas”, como en Madrid las llamaba la gente.

Eran, también, conscientes de que la policía colaboraba con los asesinos:

Un bandido de 28 años, García Atadell, estaba al frente de una brigada de la Policía estatal, por medio de la cual no solamente cometía los más inauditos desvalijamientos, sino que, en cientos de casos, entregaba a las víctimas de los mismos, no a la Policía sino a las “checas” sanguinarias.