Ni que decir tiene que, ante el espectáculo diario de los paseos, las pretensiones culturales de ciertos grupos resultasen un sarcasmo:
¡Cómo se profanaba el nombre clásico de Atenas, en todos los barrios de
la ciudad, al asociarlo con los “ateneos libertarios”, cuya única finalidad
consistía en el robo y el asesinato colectivo!
No se trataba ya solo del asesinato, sino del ensañamiento:
Invitaban a las víctimas a que se escaparan para salvarse, a
continuación les herían con disparos sueltos y, al caer, les mataban,
disparando a bocajarro.
[…]
Prefiero no describir en qué circunstancias tan horrendas, con qué
bestialidad y en medio de qué tormentos físicos y psíquicos se practicaron
muchos de dichos asesinatos.
A lo que se añadía la exhibición de la muerte:
Hombres, mujeres y niños peregrinaban cada mañana, sobre todo en el
propio Madrid, a los lugares, concretos y conocidos, donde se perpetraban los
asesinatos nocturnos y contemplaban, con interés y con toda clase de
comentarios, el “botín” de la cacería. Se había convertido aquello en un
horrendo espectáculo popular, en el que así se destruía todo sentimiento de
respeto hacia el carácter sagrado de la muerte, en un país en el que, antes, no
había nombre, ni maduro ni joven, que pasara cerca de un coche mortuorio sin
descubrirse.
(Se me ocurren dos cosas: una, la comparación con algo que
cuenta Andrés Trapiello con cierta
sorna, sobre un llamamiento hecho desde El
Norte de Castilla para que la gente no acudiese a las ejecuciones públicas,
hechas por los nacionales, claro: “…son públicos, en verdad, tales actos, pero
la enorme gravedad de los mismos, el respeto que se debe a los desgraciados…”.
Otra, el espectáculo dado por los socialistas de hoy con su afán sacar de sus
tumbas a los enemigos políticos de ayer, en antítesis a ese “respeto hacia el
carácter sagrado de la muerte”. Llamad hipocresía a lo del Norte, si queréis. Para lo otro hay nombres mucho peores.)
Hemos aludido a la entrega de la autoridad por parte del
gobierno. Hay que añadir que la judicatura tampoco estaba en condiciones de
impartir justicia, pues, aunque se dieran casos de jueces que se atrevieran a
detener a criminales (Schlayer
relata un caso) la mayoría se inhibían: sabían que
eran muy pocos los que salían con vida, una vez que caían en una de
esas semioficiales “checas”, como en Madrid las llamaba la gente.
Eran, también, conscientes de que la policía colaboraba con
los asesinos:
Un bandido de 28 años, García Atadell, estaba al frente de una brigada
de la Policía estatal, por medio de la cual no solamente cometía los más
inauditos desvalijamientos, sino que, en cientos de casos, entregaba a las víctimas
de los mismos, no a la Policía sino a las “checas” sanguinarias.