Eso es, en efecto. Es la mejor manera de definir lo que nos
toca a los demás, una vez reconocidos esos derechos que unos innominati
amparados bajo unas siglas cada vez más alargadas ("inventores de
maldades", decía san Pablo) han impuesto en las legislaciones. El hallazgo
es de Ángel Rodríguez Luño:
...Nadie duda que cada ciudadano puede desarrollar
libremente actividades de su interés, y que tales actividades entren
genéricamente en los derechos civiles comunes de libertad. Cosa bien distinta
es que actividades que no representan una contribución significativa para el
bien común puedan recibir del Estado un reconocimiento legal específico y
cualificado. Las instituciones de derecho público no son un instrumento al
servicio de la legitimación social y política del estilo de vida de una minoría
que quiere imponer a los demás el deber civil de aplaudirles.
("Aspectos ético-políticos del reconocimiento legal de
las uniones homosexuales", en Cultura política y conciencia cristiana)