La literatura es capaz de arrojar luz sobre una época histórica, llegando donde no llega el frío trabajo de investigación; o puede, por el contrario, desfigurarnos personajes y hechos, sin que ello afecte a su calidad como obra literaria. De lo segundo tenemos ejemplos desde Mio Cid, ese magnífico drama tan endeble como documento histórico; mientras que sería ejemplo eminente de lo primero la dickensiana Historia de dos ciudades.
En honor al libro de Carlos Rojas, hay que
decir que aclara más que desfigura. Bien es cierto que no se trata de una
novela, pero contiene elementos novelísticos: en su estructura, a modo de
contrapunto entre los dos protagonistas, que se encuentran en el momento
cumbre, el cráter, que diría Vargas Llosa; en los epígrafes de
cada parte ("La hoguera", "La fiesta de la raza", "El
invierno y la muerte"), que, amén de su aire novelesco, configuran una
especie de ascensión, clímax y anticlímax de la trama; en la presentación
de los hechos con esa tensión que todo buen narrador sabe crear. Nos hallamos,
pues, ante un nuevo modo de contar la historia, similar a lo que hicieron los
adalides del nuevo periodismo norteamericano (Capote, Wolfe)
con el reportaje de actualidad. Un tratamiento de la noticia o de la historia
que los acerca a la literatura. Tratamiento quizá nuevo, pero quién nos dice
que no viene a enlazar con arcaicos modos de historiar.
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