¿Y España? ¿Cómo enlaza todo esto con la tragedia del
imperio que se vino abajo cuando parecía a punto de culminar su proyecto? La
tragedia de don Quijote, tal como él mismo la comprendió, nos enseña que también
las naciones, los estados, pueden ser víctimas de ensueños y dedicarse a
enderezar tuertos en lugar de sencillamente trabajar para el bien común de los
súbditos, los ciudadanos o como queramos llamarlo. Carlos I y Felipe
II quisieron ser Lanzarote o Tristán y desgastaron a España en la tarea de
salvar a la doncella en peligro, la catolicidad amenazada por la Reforma y los
caprichos de los reyes. Quizá no tuvieron más remedio: el primer embate de la
modernidad fue aquel cuius regio eius religio, que venía a consagrar que
cada príncipe adoptase su verdad, la que más le conviniera. Yo, bacía, ese,
yelmo, y el de más allá baciyelmo; yo soy de Lutero, yo de Calvino,
yo del Papa. Ante este panorama, los monarcas españoles se vieron como
obligados a dar la batalla por la vieja unidad medieval. Era difícil darse
cuenta, entonces, de que la cristiandad no iban a recobrarla los imperios, ni
las espadas. La tarea de los gobiernos es hacer política, en el sentido más
noble de esta palabra, que lo tiene. Y, si acaso, dejar a otros que den la
batalla espiritual, si hay que darla. Las épocas más prósperas de nuestra
historia han venido de recordar esto. Las peores, de olvidarlo. Y, como diría
el propio Cervantes, vale.
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