¿Cuál es el origen de esta casta de explicadores del mundo, de inventores de realidades virtuales? Poco después de morir Cervantes, un hombre va a cambiar toda la historia del pensamiento con tres palabras: cogito, ergo sum; pienso, luego existo; lo que abría el camino para decidir que lo que existe es porque yo lo pienso, o que nada existe más que como yo lo pienso. De hecho, un siglo más tarde, otro señor afirmará sin ambages: esse est percipi: ser es ser percibido. Nada podemos decir acerca de lo que objetivamente son las cosas, pues no le es lícito al hombre salir fuera de su intelecto, de su razón. Sólo podemos hablar de lo que aparece ante nosotros. Yo no tengo derecho a afirmar que a mi lado se encuentra un señor de tupida cabellera negra; como mucho, puedo decir que yo percibo la figura de un señor de tupida cabellera negra.
De este principio se va a nutrir todo el pensamiento de la edad moderna, con consecuencias hasta nuestros días. Yo construyo la realidad a partir de mi conciencia. El ser se funda en mi pensar, y no el pensar en el ser, como había ocurrido en todo el pensamiento antiguo y medieval. Todo esto lleva al famoso relativismo (ese tan nombrado), pero también a esos pensadores light que se empeñan no sólo en explicarnos cómo es realmente el mundo (ellos lo han descubierto) sino a hacérnoslo tragar velis nolis (o sea: de grado o por fuerza), y que tanto han proliferado en los pasados siglos. Porque no siempre estos soñadores son tan magnánimos como don Quijote, y en vez de recibir ellos los palos acaban descargándolos sobre cabeza ajena.
Por esto, entre otras cosas, se ha relacionado al Quijote con la modernidad. El Quijote sería la primera novela moderna no sólo en el sentido estético sino también por sus implicaciones de fondo. Bacía, yelmo o baciyelmo, todo depende de la conciencia de cada cual. Falta saber si a Cervantes le ilusionaba esta perspectiva que empezaba a abrirse camino en la Europa posterior al naufragio de la Invencible. Para saberlo quizá podamos mirar una vez más al final de la historia, a las palabras del hidalgo ya curado de su locura. ¿Qué decía? "Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho..." Se congratula, pues, de haber recuperado el juicio y volver a ser Alonso Quijano "el bueno". El bueno, que no es poco.
Como para confirmarlo, Cervantes escribe después del Quijote una especie de réplica, donde los héroes ya no sueñan ser lo que no son, sino que, magnánimos, generosos, idealistas, enamorados, afrontan todas las contrariedades que la existencia les va sacando al paso hasta lograr la victoria y la felicidad. Se llama Los trabajos de Persiles y Sigismunda y nadie la lee, en una de las mayores injusticias de la literatura universal. Dos siglos más tarde, otro novelista nos dará también un ideal de humanidad alejado de sueños absurdos y realidades virtuales: me refiero al mister Pickwick de Dickens. Con él acaba el tiempo de los caballeros y entra en su lugar el "hombre bueno" (en el buen sentido de la palabra, como diría don Antonio); el hombre incapaz de acometer grandes hazañas (ni siquiera sabe patinar sobre hielo) pero dispuesto a todo, incluso a ir a la cárcel, como efectivamente hace, por ser fiel a sus amigos y a sus principios. Alonso Quijano está en Pickwick, no cabe duda, despojado de la ofuscación caballeresca. Una figura que, lamentablemente, no tendrá mucha continuidad porque inmediatamente la novela se lanzará a dibujar al hombre bestial del Naturalismo y luego al hombre sin atributos, al hombre sin rumbo que justamente la modernidad en crisis acabará produciendo.