Me ayudó mucho a comprender el Quijote una carta al director
en un periódico local. ¿Comprender, digo? Comprender, quiero decir, una de sus
múltiples implicaciones y enseñanzas, ya que cada uno ha de ver en el Quijote
lo que el Quijote le diga a él personalmente. Léanlo y saquen conclusiones. No
vayan a ir luego diciendo pro ahí que “comprenden” el Quijote porque un día en
la universidad un señor se lo explicó. Nada más lejos de mi intención.
Pero a lo que iba: en aquella carta el lector (de cuyo
nombre, por supuesto, no me acuerdo aunque quiera) se quejaba de que alguien
había dicho que las ideologías estaban en crisis. Ya saben, el viejo tema del “crepúsculo
de las ideologías” que puso de moda en los años 60 Gonzalo Fernández de la Mora y que ya se ha convertido en un
tópico. El crepúsculo de las ideologías es
uno de esos libros que se lo deben todo a su título. Pocos son los que lo han
leído pero todos hablan de él. Pasa, por ejemplo, con La decadencia de Occidente, del que dicen que es un ladrillo
insoportable e interminable, y que si Spengler
lo hubiese titulado “Ensayo de morfología de la historia”, que es lo que figura
en el subtítulo y lo que más le conviene, no habría tenido el mismo éxito. Es
lo que decía Borges, el perverso, de
Eduardo Mallea, su compatriota, el
autor de Todo verdor perecerá y La bahía del silencio: “Qué bonitos
títulos pone Eduardo Mallea; qué
pena que tenga la manía de adjuntarles un libro”. No digo yo que pase lo mismo
con El crepúsculo de las ideologías:
me parece un ensayo muy bueno y la prosa de Fernández de la Mora es brillante. Sucede que su mismo título es
tan decidor que parece que dispensa de leerlo.
Al tema: ¿qué quieren decir con eso del crepúsculo de las
ideologías? Pues eso mismo: que la política no es ya cosa de doctrinas sino de
hechos. El hombre de Estado se acredita, no por su visión del mundo, sino por
su capacidad para gestionar la república (en el sentido lato de la palabra). Y
esto se puede aplaudir y se puede lamentar. Entre los que lo lamentan estaba
este señor de la carta. Y en apoyo a las ideologías reivindicaba a don Quijote,
el gran idealista, el hombre dispuesto a dar su vida por un ideal, que aunque
acabó derrotado por la vulgar y triste realidad, nos dejó para siempre su
ejemplo y su bandera.
Me faltó tiempo para coger la vieja Olivetti y pergeñar otra
carta con la que trataba de sacar a este hombre de su lamentable confusión
entre el ideal y la ideología. Mira, querido amigo, venía a decir: don Quijote
no es un ideólogo. No me lo empequeñezcas. Una ideología no es más que una
filosofía de andar por casa, una filosofía light,
diríamos hoy, con el lenguaje de la Coca Cola; una filosofía que se adultera al
hacerse política; un conjunto de normas doctrinarias vagamente inspiradas en
algún pensador y que tratan de marcar el rumbo de una nación, o quizá del
mundo: Comte y Nietzsche reducidos a Adolfo
Hitler, Hegel caricaturizado en Fidel Castro. No. Don Quijote no es un
ideólogo, sino un idealista, cosa harto diferente. A veces coinciden, pero un
ideólogo puede ser un hombre con corazón de computadora.
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