Un túmulo en Sevilla. Igualmente, el sueño de don Quijote se
resuelve, para los que miramos desde fuera, en un pobre hombre con los ojos
vendados subido a un caballo de madera, en una figura absurda que se estrella
contra un molino. Y, cuando él recupera el seso y se da cuenta de todo, no le
queda sino morir, y presa de la melancolía se va a pesar de los ruegos de
Sancho, ese Sancho siempre lleno de sentido común y con los pies bien anclados
en el suelo:
No se muera vuesa
merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor
locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más,
sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía.
Sancho se da cuenta: es la melancolía la que acaba con don
Quijote. Pero hubo siempre algo en esta muerte que no me acababa de cuadrar. Si
el sueño no pudo ser, y ya no había lugar a la rebeldía, uno podía esperar
resignación: el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea Dios. Y empieza,
en efecto, con un “bendito sea Dios”. Pero, sorprendentemente, las últimas palabras
de don Quijote son de agradecimiento:
-¡Bendito sea el poderoso
Dios, que tanto bien me ha hecho!... Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las
sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y
continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus
disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan
tarde, que no me deja tiempo para hace alguna recompensa, leyendo otros que
sean luz del alma.
Y les dice a sus amigos:
Dadme albricias,
buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano,
a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de
Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, ya me son odiosas todas las
historias profanas de la andante caballería, ya conozco mi necedad y el peligro
en que me pusieron haberlas leído, ya, por misericordia de Dios, escarmentando
en cabeza propia, las abomino.
Está contento, pues, de no ser ya un caballero. ¿Es un
sarcasmo ante lo inevitable? ¿Es amargura disfrazada de contento, porque el
mundo ya no quiere paladines? Pudiera ser. Pero puede que haya algo más hondo.
Que don Quijote, en efecto, hubiera escarmentado. Que hubiera aprendido una
lección.
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