Como
tantos otros españoles de su época, Alonso Quijano se había zambullido en los
novelones de caballeros andantes, que proliferaron como hongos a raíz del éxito
del Amadís, a pesar de su calidad más que discutible. Estos novelones eran la
última degeneración de la materia de Bretaña, el universo caballeresco de
Camelot, que tantos entusiasmos ha suscitado siempre. Salvando al propio Amadís
y, por supuesto, Tirante el Blanco,
ninguno de ellos ha pasado a la gran historia de la literatura. Ya en su
tiempo, los moralistas los censuraron y los hombres de letras abominaban de su
pésima calidad, a pesar de lo cual se vendieron como los proverbiales chicles.
Vamos, como si nos halláramos en el 2005. Ya se ve que no es fenómeno nuevo el
que libros clamorosamente malos alcancen ventas de espectáculo. Hoy,
sencillamente, se han sustituido los gigantes de cien brazos por intrigas
eclesiásticas. Al menos, entonces, estos libracos no se leían en las escuelas.
En aquella época no existía el concepto de “fomento de la lectura”; no se
buscaba el leer por el leer, sino la adquisición de la sabiduría. Eso que
salimos perdiendo.
Pero me
estoy yendo por las ramas. El caso es que, como bien vio Martín de Riquer, lo que espantaba a Cervantes no era el espíritu caballeresco, magnánimo, que estos
libros exaltaban, sino sus disparates y su pésima calidad. Por eso, seguía
replicándole yo a este señor que escribía la carta, no podemos llamar a don
Quijote ideólogo a no ser…
A no
ser en un sentido muy diferente al que usted dice: en el sentido de que don Quijote
se fabrica una realidad a su gusto y a su conveniencia, y a esa realidad
inventada lo amolda todo. Eso es un ideólogo (en la acepción peyorativa del término, claro: no tengo nada contra quien desarrolla el pensamiento de un
partido o de una asociación): el que, sentado en su despacho, se calienta la
cabeza y se fabrica una realidad virtual para tratar de imponerla, no sólo a sí
mismo, sino a todo el mundo. El que se sienta en su despacho y decide que hay
una parte de la humanidad, los que tienen la nariz chata por ejemplo, que nacen
para ser parásitos de los demás, y que la misión del buen gobernante es hacer
que esa casta maldita desaparezca de la faz de la tierra. O decide que la
historia del mundo se reduce a la lucha de los hombres A por someter a los
hombres B, y que todo lo demás que vemos en el mundo no son más que inventos de
los hombres A para confundir y alienar a los B. Si todos los demás no lo ven así,
si todos los demás ven molinos, peor para todos los demás. No hay un loco que circula
en dirección contraria, son todos los demás los que se equivocan de dirección.
Esos
son ideólogos. Y existen, como bien sabemos. Y son un fenómeno relativamente
nuevo en la historia, por lo menos en la historia del mundo que conocemos. En
ese sentido, Cervantes no hace sino profetizarlos. Don Quijote no se esfuerza
por adaptarse a la realidad, sino que trata por todos los medios de que la realidad
se adapte a su cosmovisión caballeresca. “Bien se ve que no estás versado en
esto de la caballería”, le dice a Sancho. Ellos son gigantes, y si no estás
dispuesto a enfrentarte a ellos, apártate y mira. Y termina por hacer
prosélitos: en la segunda parte, muchos otros entran en su juego. ¿Es bacía o
yelmo? Ya saben, don Quijote porfiaba que era el yelmo de Mambrino la bacía que
llevaba un barbero puesta en la cabeza para protegerse del sol. “Será baciyelmo”,
concluye Sancho, en una magnífica alegoría de lo que más tarde se llamará la
equidistancia o el consenso.
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