El fraude de las calificaciones finales es múltiple: Fraude al alumno, al que se priva de la necesaria y terapéutica repetición del curso y materias que desconoce, al que se niega la toma de conciencia de su edad (estamos hablando de personas de entre quince y dieciocho años) y responsabilidad y en el que se refuerza el anclaje en el victimismo y la pereza. Fraude a sus compañeros de clase, a los que tal ejemplo y compañía roban tiempo lectivo y anulan la intención de estudio. Fraude a la familia, por las mismas razones que al alumno y porque se la sumerge también en la verbología de globalizaciones, compensaciones y áreas que escamotea la nítida percepción del nivel real de su hijo. Fraude a la sociedad en su conjunto por la participación en el engaño populista colectivo y por la malversación del presupuesto. En el profesorado, al fraude se suman el abuso y la humillación que inevitablemente representa someterse a prácticas de estupidez denigrante y pésimos efectos, las cuales sin embargo son aplaudidas por un sector docente cuyos imperativos son las consignas de defensa de la Reforma, el temor a la escasez de alumnos y una alergia incontrolable a cuanto implique saber y mérito individual.
Sobrecoge en estas juntas de calificación el ambiente de falta de libertad, el interminable alargamiento de las sesiones, la pesadez de un trabajo que, en contraste con la atmósfera agradable y operativa de tareas similares en el sistema anterior, ha perdido ahora cuanto de gratificante tenía. Algunos protestan por la obvia inutilidad del rito, por el absurdo que con sus formas en el acta avalan, pero nadie se castiga a sí mismo con posturas honestas que no harían sino acarrearle sinsabores, enfrentamientos estériles y veladas represalias. No: ante el zurriago burocrático que sobre él se cierne, el profesor sale del paso con los cuatro tópicos de la hipocresía habitual y consiente en los mayores despropósitos. Ya ha pagado el diezmo a los que medran a su costa. El regusto humillante se olvida pronto. También la sumisión al equipo pedagógico, a sus portavoces logse. Incluso se pretende no advertir que jamás hubo tales niveles de imposición y represión, ni en los años ochenta ni en el franquismo. Nunca la condición de funcionario había significado "no podemos decir nada", afirmación que ahora se oye en los claustros. Existía, por el contrario, un animado ambiente de discusión o rechazo. Ha descendido el gran silencio de la protesta inútil y el consentimiento forzoso, el miedo a los que en un tiempo se presentaron como defensores de la libertad.
Mercedes Rosúa, El archipiélago Orwell
(Rigurosamente auténtico. Añadir que a quien ocasionalmente discrepa se le ríen las gracias, si las expresa con zumba, o se le mira con ceño reprobador si lo hace en plan adusto. Y nunca se le sigue el hilo. Tan solo en los centros en que ni el orientador ni la mayoría del profesorado comulga con el ideario logsiano, como es hogaño el de quien suscribe, se consigue algo parecido a la normalidad.)
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