24 mayo 2007

La Celestina



Después de explicar tantas veces que el castigo por el amor loco, al que se entregan Calisto y Melibea, es esa su muerte violenta, me doy cuenta de que eso no es más que un recurso del autor para dar un final tremendo a su fábula. Como suele decirse, Dios no tiene prisa por castigar. Calisto podía haberse ido de rositas y Melibea ser recluida en un convento hasta que muriese de tedio o se convirtiera. Las consecuencias de ese abandono a las pasiones son otras, y no menos funestas. No otra cosa convierte a Calisto en un redomado egoísta, sin ojos para la honra de su amada ni para la muerte de sus criados, y en un pelele irresponsable capaz de dilapidar su hacienda. Melibea, por su parte, es ciega para la escasa categoría humana de su amante y compromete su honra y la de su familia, además de la salvación de su alma. Es, sin embargo, más consciente que Calisto, pues sabe que ha hecho una elección irreversible y que al morir el objeto de su amor no le queda más que ir tras él a la perdición. Y Fernando de Rojas sabe que compartir el infierno es tan romántico como absurdo. En realidad, se burla de sus personajes con soterrada crueldad.

Igualmente, la codicia y la envidia, presentes en Celestina y en los criados, no siempre han de conducir a la muerte, pero sí provocan una espiral de odios de la que las cruentas escenas de la tragicomedia son buena muestra.

Nota redactada en agosto del 2002.

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