Si la hipocresía es el tributo que el vicio rinde a la virtud, eso quiere decir que la virtud existe y no es una mera simulación. Digo esto porque Louis Pergaud parece insinuar que el comportamiento vital y espontáneo de sus chicos se opone a las hipocresías de la educación (familia y escuela), y se aducen como ejemplo, al final, los hábitos prematrimoniales de algunos padres. Es como razonar que el comportamiento normal es el de los tramposos y que las reglas del juego no sirven para nada, por el mero hecho de que hay gente que hace trampas: lógica subnormal al nivel de cualquier cantautor de los 90. Por otra parte, la novela saldría ganando si el autor hubiera prescindido de sus proclamas anarquistas, bastante primarias e idiotas, hasta el punto de creerse poco menos que un autor maldito por el hecho de que sus personajes se insultan llamándose güevones y lameculos y hacen pintadas en las iglesias. Pobre hombre.
Todo ello, sin embargo, no quita que estos chavales que protagonizan la obra nos resulten inevitablemente simpáticos y que la novela parezca, sin género de dudas, superior a todo, o a la mayor parte, que se escribe hoy sobre adolescentes. Quizá porque estos sí, estos adolescentes de las novelas de ahora son los que rezuman hipocresía, aparentando una moral que repele por lo lacrimógena y retórica y que oculta un egoísmo atroz. Nada de eso vemos en los principios guerreros, en la solidaridad, en la combatividad y en la sencillez contagiosa de estos chicos de Pergaud, que en nada contradicen (a pesar del autor) la labor formativa de la familia y la escuela.
Nota redactada en junio del 2000
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