Levántese usted el domingo a las cuatro de la mañana, o no se acueste. Lléguese usted en cueros vivos hasta el paseo de Tal, donde se reunirá con otras veinte mil personas en las mismas circunstancias, todos bien juntitos, y pase una hora a las órdenes del fotógrafo Fulano: a ver, pónganse así, ahora así... Cualquier juez sería linchado públicamente si se atreviera a dictar semejante castigo. Pero sarna con gusto no pica, y allí se fueron veinte mil tíos, esta vez en México, a dar gusto a Spencer Tunick, el fotógrafo que ha conseguido hacerse un nombre a fuerza de reunir masas, no para soltarles un discurso sobre la superioridad de la raza aria, sino para inmortalizarlas en bloque y en pelota picada.
Algunos dicen que es un artista polémico. No sé qué puede causar polémica ya en el mundo del arte. Me parece mucho más polémica la borreguez con que veinte mil ciudadanos se prestan al número en cuestión. Posar desnudo, a solas, para un escultor o un pintor entra en lo que llamamos normal. Pero lo de estos veinte mil roza ya el terreno de la patología. Las antiguas penitencias con saco y ceniza quedan desacreditadas ante este nuevo ejemplo de negación del yo, de renuncia a la autoestima. No en vano la desnudez en publico y la actuación en masa forman entre los modos más claros de degradación entre los humanos.
En el fondo, creo que sólo para su director tiene sentido esta performance multitudinaria. Es él quien debe de disfrutar con ese conglomerado de seres humanos despojados de todo, hasta de sus ropas, obedeciéndole: ahora tumbados, ahora levantando el trasero, en postrada sumisión... Así una hora. Hubieran gritado ¡Heil Hitler! o ¡No a la guerra! si Tunick se lo hubiera pedido; o coreado una canción de Maná, o exigido la crucifixión de alguien... Es lo que llaman la erótica del poder, nunca mejor figurada. Al desnudo.
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