Mi primera experiencia con Rosa Chacel fue
deslumbrante. Había novelista en Valladolid, y la había antes y quizá mejor que
Miguel Delibes. En todo caso, estaba en otra línea, una línea que
entonces yo no sabía que emparentaba con Virginia Woolf y quizá con Proust,
pero ahora que lo sé tampoco me importa admitir que me gusta mucho más Rosa
Chacel que ese par de pelmazos.
El texto tiene forma de diario más que de memorias, puesto
que Leticia Valle es siempre la niña que va a cumplir doce años. ¿Niña? Se hace
raro aplicar ese nombre a esta criatura de rara inteligencia, que sin embargo
tiene la crueldad inconsciente de los niños. Un personaje inverosímil, quizá,
en cierto modo monstruoso si bien lo miramos. Pero subyugante si tenemos en
cuenta que nadie parece advertir hasta dónde llega su penetración, a pesar de
la naturalidad con que hilvana conversaciones de rara madurez. Porque podría
pensarse que las memorias, o el diario, no son más que la traducción literaria,
por parte del dios autor, de los pensamientos informes de su criatura. Pero es
que sus diálogos están al mismo nivel. Y, sin embargo, no se siente a disgusto
en su papel de niña de doce años, que recita a Zorrilla en las fiestas
familiares. Nada más lejos de un enfant terrible... al menos en apariencia.
Porque hay alguien que sí se da cuenta, hasta el punto de
caer fascinado y morir víctima de esa fascinación. Se ha hablado de Lolita.
No sé, pues no tengo el gusto de haber leído lo de Nabokov. Si juzgo por
su famoso arranque, formalmente son muy diversas. Pero este caso trasciende
todo lo erótico, me parece. Y, en todo caso, constituye toda una sorpresa, una
segunda sorpresa, añadida a la que de por sí produce le personaje.
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