Una de Arniches:
don Antonio y su hija Leonor malviven sin un empleo digno, cuando un amigo
vivales le ofrece a él uno de inspector
de una casa de juegos, un casino, vaya. El tal inspector tiene que exhibir
artes de matón que no le van a don Antonio ni en sueños; pero puede más la
desesperación y acepta. “El valor es una cosa que la tiene todo el mundo cuando
le hace falta. ¿Qué valor puede tener un pobre muchacho que está de sacristán
en unas monjas? Pues un día le llega su servicio, le visten de soldado, y hala,
a donde le manden… Pues eso me ocurre a mí”. Esta es la moraleja secundaria de
la obra (Arniches era proclive a las moralejas, porque lo era su público). La
principal es que el auténtico valor no es el de los matones, sino el de los
hombres como don Antonio, que bregan día a día por mantener a su familia. La
cosa es que don Antonio acaba creyéndose su papel y se arrima a una tipa de más
que dudosa reputación con la que dilapida el ciertamente jugoso sueldo que le
paga el admirado dueño del local. Pero acaba entrando en razón, claro.
Como de costumbre, la gracia está en los diálogos más que en
el conflicto o en los caracteres. “La calle o la peritonitis”, amenaza Antonio
(rebautizado el Modoso) a los
aprovechados que tratan de hacer trampas o montar gresca, mientras les arrima
una pistola al vientre. El deje madrileño sale solo, aunque no esté escrito.
Hicieron una película trasladando la acción a los años 60, para olvidar, a
pesar de un López Vázquez haciendo
lo que puede. Ese no es mi don Antonio.
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