Hoy diríamos que el problema de este señor que se nos
confiesa aquí es de falta de autoestima. Piensa que es malo, pero en el fondo
se diría que lo que le corroe es que esa maldad no se traduzca en actos que le
permitan adquirir fama o ascendiente sobre los demás. Ser malo siendo un pobre
diablo no resulta nada grato. Y, además, no es tan malo, no como él lo supone.
Pero como tampoco es un santo, vuelve a aparecer la frustración: ni santo ni
famoso criminal. Es una criatura consumida por el orgullo no satisfecho.
Y hasta aquí mi diagnóstico de profano en psicología. Lo
cierto es que Dostoievski ha
fabricado un personaje que después podía haber utilizado en una novela mayor,
como algunos compositores componían oberturas a la espera de una ópera donde
encajarlas. Podría haber sido incluso un germen de Raskolnikov. La novela (otro
ejemplo de que eso del monólogo interior
o flujo de conciencia no se inventó
en el siglo XX) comienza con la autopresentación del personaje, tratando de
hacérsenos odioso; sigue con una comida de amigos a la que se invita con el
oscuro afán de adquirir ese soñado protagonismo y que acaba con una enorme
frustración; y acaba con su relación con una prostituta en la que se incluye un
vibrante discurso moral que es quizá lo más atractivo de la novela, en el que
nos convencemos de que no estamos ante un psicópata sino ante una persona con
clara conciencia del bien y del mal.
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