Es ley inexorable, al parecer: deslumbramiento en la primera
lectura, decepción (relativa) en la segunda. En el caso del Persiles, mi fascinación llegó al punto
de considerar esta novela como equiparable al Quijote e incluso como su remate: me pareció que era la
contrapartida en plan positivo de lo que se había contemplado en negativo en el
Quijote: es decir, Cervantes planteaba en el Persiles al auténtico héroe, libre de
los engaños pueriles de la caballería y asentado sin más en el terreno firme de
la virtud.
En esta segunda visita, en cambio, me ha parecido una obra
más bien desestructurada, que hilvana episodios por lo demás muy parecidos
entre sí y que insiste una y otra vez en el tema del mal de amor y la bella
esquiva. Debe de ser una impresión superficial, sin embargo, porque curioseando
por ahí encuentro gente que es capaz de otorgarle una estructura y un propósito
bien definidos, aun reconociendo su inferioridad al Quijote. A cambio, me han encantado las frecuentes sentencias a que
tan aficionado es Cervantes, y donde
se ve quizá a un hombre que, en efecto, ve próximo el tránsito a una mejor vida
y va poniendo en orden los muebles, quiero decir, claro, el estado de su alma.
De lo que no se puede dudar es de que nos hallamos ante una
reelaboración en sentido cristiano de las viejas novelas griegas, o bizantinas,
de amor y aventuras. El peregrinaje a Roma con final feliz a través de
vicisitudes sin cuento que van aquilatando el amor de los protagonistas (Luis Rosales pone muy bien de relieve
todo esto en el libro que comentaba aquí hace poco); el contraste entre los bárbaros y los bellísimos protagonistas
(que es fácil equiparar a las almas privadas de la gracia frente a las
adornadas con este don divino); y la insistencia, tan de moda en su tiempo, en el
libre albedrío, que hace que uno pueda superar su condición de bárbaro mediante
la práctica de la virtud, así lo ponen de manifiesto.
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