Es curioso, pero mientras la palabra aventura tiene una
connotación positiva, no sucede lo mismo con aventurero. Manu y Roland son de
esos aventureros amorales que popularizó Alain Delon en el cine, y no
desde luego unos amadises ni unos ivanhoes, sino unos nihilistas que sin
embargo gozan de la simpatía de su creador aunque no sean la alegría de la
huerta. De hecho, preside la novela un clima de tedio vital, de melancolía a
veces, próximo a ese cine negro francés en el que también puso unos cuantos
ladrillos José Giovanni. Falta una banda sonora de acordeón, quizá.
Giovanni saca aquí al escenario a otro clásico del
negro francés, Auguste Le Breton (Rififi, El clan de los
sicilianos), que pasa por ser antiguo amigo de Manu. Un pequeño homenaje,
supongo. Nos lo presenta como otro tipo nada burgués, en realidad "un
camorrista... Se arrastraba entre truhanes en general... hombres a quienes el
rencor mantenía despiertos y cuyas bromas hacían que todo explotara, excepto la
risa". Ese es el ambiente, aunque menos violento de lo que esas palabras
hacen suponer. En realidad es una novela de perfil bajo en la acción, a
la que parece que siempre se impone una abulia muy siglo XX.
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