La casa del maestro aparecía vacía. El corredor y
la clase, con las ventanas abiertas, conservaban la huella del tropel que habían
albergado: el aire polvoriento flotaba sobre los pupitres dislocados de las
filas. En una sola mirada, Teresa revisó todo el moblaje de la estancia. Los
mapas, los instrumentos que poblaban la mesa del maestro, los objetos útiles
todos ellos sólo para practicar la disciplina del estudio, se agrupaban
revueltos, se sostenían mellados y tuertos, maltrechos por la tromba de
juventud que rodaba sobre ellos todos los días. Alguna silla desfondada,
algunos bancos cojos, un cristal cuya mitad inferior había sido sustituida por
un pedazo de cartón, eran los despojos que se encontraban en aquel campo, donde
el espíritu y la vida libraban su batalla cotidiana.
En Teresa, de Rosa Chacel
Bueno, no deja de ser un consuelo que semejante panorama no sea propio sólo de la escuela pública, laica y gratuita, la de todos y todas, la de la evaluación continua, la de las programaciones didácticas, la de las adaptaciones curriculares.
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