04 abril 2013

Momo


Momo es una niña que sabe escuchar, lo que está muy bien, coincidiremos todos. Así que desde el principio el carácter ejemplar de la fábula queda claro. Y Momo tiene el aspecto de las pobrecitas niñas de cuento de hadas, estilo Cenicienta, o de los menesterosos de Dickens. Sabe escuchar, y eso hace que todo salga bien junto a ella, que los conflictos se resuelvan y que los juegos resulten de lo más guay.

Y llega el malo. La bruja, o la madrastra, es aquí un personaje colectivo: los hombres grises, seres fantasmagóricos que sólo existen si las personas les dejamos, y existen para robarnos el tiempo, haciéndonos creer que lo aprovechamos: clara personificación de algunos de nuestros vicios, en este caso vicios tan contemporáneos como la profesionalitis o la vacacionitis. Donde están ellos, con su odioso aspecto de capitalistas, no hay calor humano, ni del otro, pues de hecho exhalan un frío atroz.

Cuando todo parece perdido, surgen las hadas: la tortuga Casiopea y el maestro Hora, administrador del tiempo. Pero será Momo quien tenga que administrar la salvación del género humano, cuyo buen suceso, como siempre, estará asegurado sólo por la fidelidad a la misión recibida.

La imaginación de Michael Ende brilla a su altura habitual, en este caso sin el exceso de La historia interminable. Aquí la historia termina, y termina bien, como en todo cuento de hadas, siempre tan realistas.

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