Momo es una niña que sabe escuchar, lo que está muy bien,
coincidiremos todos. Así que desde el principio el carácter ejemplar de la
fábula queda claro. Y Momo tiene el aspecto de las pobrecitas niñas de cuento
de hadas, estilo Cenicienta, o de los menesterosos de Dickens. Sabe
escuchar, y eso hace que todo salga bien junto a ella, que los conflictos se
resuelvan y que los juegos resulten de lo más guay.
Y llega el malo. La bruja, o la madrastra, es aquí un
personaje colectivo: los hombres grises, seres fantasmagóricos que sólo
existen si las personas les dejamos, y existen para robarnos el tiempo,
haciéndonos creer que lo aprovechamos: clara personificación de algunos de
nuestros vicios, en este caso vicios tan contemporáneos como la profesionalitis
o la vacacionitis. Donde están ellos, con su odioso aspecto de
capitalistas, no hay calor humano, ni del otro, pues de hecho exhalan un frío
atroz.
Cuando todo parece perdido, surgen las hadas: la tortuga
Casiopea y el maestro Hora, administrador del tiempo. Pero será Momo quien
tenga que administrar la salvación del género humano, cuyo buen suceso, como
siempre, estará asegurado sólo por la fidelidad a la misión recibida.
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