Ese brindis jocoso lleva camino de convertirse en subversivo. Sin ir más lejos, en los libros de texto encuentro últimamente una acusada
tendencia a seleccionar escritos que sugieren que los humanos somos tan
animales como cualquier otro que camine a cuatro patas. El último procede de un
artículo de la Revista de Occidente. Según su autor, tenemos
una extraña manía que nos lleva a querer diferenciarnos del resto de los bichos.
Ya Aristóteles negó a los animales el alma racional, dice. Imagino dos cosas: o
que él ha encontrado indicios de racionalidad en las lombrices de tierra o que
tal facultad no implica gran diferencia entre dichas lombrices y usted que
tiene la gentileza de estar interpretando estas líneas. Más adelante nos habla
de la gran decepción que, se supone, sufrimos los humanos cuando nos dijeron
que compartíamos casi todo el genoma con los chimpancés. En todo caso, al
parecer, él no estaba entre los decepcionados. Yo no conozco a ninguno ni estoy
entre ellos. Tengo la superstición de pensar que no soy reductible a mi genoma y
que no haber encontrado todavía ningún chimpancé que haya compuesto algo como la Quinta Sinfonía, ni siquiera
como la Tarara,
quiere decir algo que los genes no dicen.
Me temo que tanto empeño en asimilarnos a los micos aspire a
que, a cambio de tener con ellos ciertas consideraciones hoy reservadas a las
personas (los famosos derechos de los
animales), accedamos nosotros a ser tratados como animales en ciertas
circunstancias: De hecho, Martin Rhonheimer ponía de relieve la
necesidad de dar la batalla por la especie, si no queremos acabar apiolados sin dolor cuando, a
juicio de quien sea, dejemos de ser útiles. Que la Revista de Occidente acoja artículos como el
que comento (carente, además, del menor rigor, cuando llama, por ejemplo,
“nuestros antecesores en la evolución” a los chimpancés) es lo suficientemente
preocupante como para darse cuenta de la urgencia de esa batalla.
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