23 julio 2012

La isla de las tres naranjas (I)

A poco de sumergirnos en la historia de La isla de las tres naranjas, de Jaume Fuster, sabemos de buena tinta que el "misterioso viajero" es el traidor, el enemigo oculto que prepara todas las trampas al soldado Roger en su odisea. Y es más, Jaume Fuster sabe que lo sabemos, porque no ha escrito su novela para un público infantil en exclusiva. Pero eso no le importa demasiado, ni nos importa a nosotros. Porque el valor fundamental de esta novela no reside en la intriga. De otro modo, cabría preguntarse cómo un argumento tan ingenuo consiguió llegar a la final del premio de novela Ramón Llull. Lo que pretende Fuster es crear un luminoso fresco a partir de un género manido y con pocas posibilidades de innovación en el fondo. Crear belleza plástica sobre algo ya dado, ya conocido por todos, algo así como si pretendiéramos pintar un bodegón con colores deslumbrantes y de un verismo arrollador. Por cierto que, dicho sea entre paréntesis, la comparación con el bodegón no está nada fuera de lugar, si tenemos en cuenta que una de las peculiaridades del libro es la descripción pormenorizada de los frecuentes banquetes con que se regalan los protagonistas. Cosa que no es de extrañar, conociendo la personalidad de Fuster, amante a ojos vista de la buena mesa. La novela es, en fin, equiparable a uno de esos comic mágico-caballerescos que los buenos dibujantes actuales fabrican, también deslumbrantes en la forma -colorido, riqueza de líneas, perfección de la figura humana, imaginación en los personajes- y relativamente pobres en el fondo. Y no es que La isla de las tres naranjas posea un argumento pobre, pero es el propio género el que impone sus limitaciones, y después de Tolkien -a quien Fuster rinde homenaje en uno de los lemas de su obra- es difícil ir muy lejos en él. Uno de los caminos es el que ha elegido el narrador catalán: el de la estética; realzar la materia por la vía de lo sensorial, de la belleza plástica. Algo así como lo que hizo Góngora con los mitos clásicos. Estamos ante un manierismo de lo caballeresco, por así decir.


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