El drama de Juliano el Apóstata nos resulta diáfano a los que vivimos en
este siglo XXI, en que nos encontramos a Juliano a la vuelta de cada
esquina. Coquetea con los ritos paganos; toma buena nota de las
infidelidades de los otros cristianos; es, si no escrupuloso, sí lo que
en mi casa llamamos complicado; deja crecer en su alma el
resentimiento y el afán de gloria, aunque sin reconocerlo. La muerte de
su esposa le deja a la intemperie. Cuando se presenta la ocasión, se
hace proclamar emperador con malas artes, manejando a la masa como un
Marco Antonio shakespeariano. Y es entonces cuando cree llegado el
momento de liberarse de Cristo, con argumentos que nos suenan:
Cristo coarta la libertad, es enemigo de la vida y del placer, sus
seguidores son tristes, sus ministros sólo piensan en el lujo y el
dinero.
Ya emperador y apóstata, proclama su intención de respetar todas las creencias. Pero pronto incumple tan generoso propósito, y lo vemos entregarse a la represión de los galileos que osan ir más allá de lo que tolera la imperial voluntad. Por eso, creo que el tema de esta obra, más que "la incompatibilidad entre el cumplimiento del mensaje cristiano y el mundo del poder", como dice el prologuista, es la dificultad de no ser Dios cuando se tiene el poder. "Dad al césar..." es la frase de Jesús que obsesiona a Juliano, pues piensa que está dirigida a quitar poder al emperador (curiosamente será uno de sus capitanes, Joviano, quien entenderá la frase en su sentido recto, lanzándose a combatir ardorosamente por su emperador a pesar de ser personalmente cristiano). Y no deja de causar estupor el modo como El País encabezaba la reseña firmada por Fernando Savater: "Un emperador que prefería refutar a reprimir". Tal parece uno de la corte de aduladores que lo rodeaban.
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