Y, sin embargo, La isla de las tres naranjas
no es una gran novela. Sirve, sí, como obra de arte, pero le falta solidez
argumental. El tema es una de tantas paráfrasis de la Redención, en que un
héroe salva de la miseria a un mundo, inaugurando así una nueva época de
esplendor. El redentor es en este caso Roger de Adiá, soldado de fortuna,
marcado por el destino para la misión de devolver al reino de Montcarrá el
Valor, la Paz y la Prosperidad simbolizados en su estandarte de las tres
naranjas -nueva referencia gastronómica, genio y figura-, y perdidos desde que
el rey Flocart se halla dominado por una extraña voz. La princesa Garidaina,
hija de Flocart, será la colaboradora de Roger en esta misión, y, más que
colaboradora, parece que tiene en la liberación del reino un papel más decisivo
aún que el del soldado. El caso es que, ambos a dos, con la ayuda del criado
Poncet, el poeta Guiamón y el monje Guiós, y conducidos por un Destino que
nunca se nos presenta como fatal, dan al traste con el montaje del canciller
Ferruç y, a costa de la muerte involuntaria de Flocart, el pueblo los proclama
reyes. Todo ello, como digo, rodeado de un halo místico en que el dominio de
Ferruç es presentado como una época de tinieblas (simbolizada hasta cierto
punto en el dragón de Montcarrá, cuya muerte es el principio del fin) y la
victoria de Roger como el alumbramiento de una nueva época. Para contribuir a
tal efecto, la oscuridad cubre la isla desde la muerte del dragón hasta la
victoria final. Por otra parte, el hecho de que el narrador sea un poeta
explica en cierto modo que la historia cobre este relieve mítico. La obra es ,
en conjunto, un gran poema épico en prosa, compuesto con una intención
puramente lúdica, el divertimento de un novelista, podríamos decir, pero
también del lector, que puede pasar un muy buen rato con su lectura.
Septiembre 1990
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