18 julio 2012

Anaconda (I)

El tiempo dirá si Alberto Vázquez-Figueroa es un simple productor de best-sellers o un autor digno de figurar en las nóminas de los futuros manuales de historia literaria. El suyo es un caso que llama la atención por el inmenso desnivel entre el número de sus lectores (y, por tanto, de libros vendidos) y la atención (nula) que le dispensa la crítica. Me decidí a abordar por primera vez una obra suya cuando un amigo me citó Tuareg como "una de las dos mejores novelas españolas". Era un arranque poco meditado, sin duda, pero como el tal amigo, si bien no especialista en la materia, tampoco es sospechoso de superficialidad, me guardé de echar su recomendación en saco roto. ¿Resultado? He saboreado novelas con auténtica delectación, otras me han hecho meditar largo rato y las hay que relajan como una reñida partida de naipes. Pero no sé si alguna me ha llegado a clavar en el sillón con aquella sensación de vértigo, de ser llevado de emoción en emoción a un ritmo sorprendente, en lo más parecido a una montaña rusa que se puede encontrar en literatura. Otro amigo mío era de la opnión de que la literatura no es sino una historia bien contada. Si fuese así, sería cierto que Tuareg ocuparía aquel lugar de privilegio. Por supuesto, las cosas no son tan sencillas. Hay que concederle al autor una extrordinaria capacidad para inventar y contar historias, lo que no es poco. Pero, puestos a buscar carencias, las encontraríamos.

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