Cristina Cerezales narra los últimos días de su madre, sumida en un alzheimer o algo parecido, aunque desde mi condición de ignorante en medicina lo identificaría más bien con el autismo. Lo hace con una técnica original: en segunda persona Cristina se refiere a sí misma mientras visita a Carmen y trata de comunicarse con ella y entender sus vivencias. De modo paralelo, narra en primera persona esas mismas vivencias de la escritora enferma. A ambos planos narrativos se añaden a veces otros, como los diarios de las nietas o los mensajes (¿telepáticos?) que Cristina recibe de su madre. Todo ello mientras Carmen Laforet hojea hacia atrás un álbum de fotografías. A medida que retrocede hasta su nacimiento, Carmen se acerca a la muerte.
Es un emocionante homenaje filial en el que se aprecia tanto el cariño como la admiración de Cristina hacia su madre. El velo del pudor deja en un plano secundario la relación entre Carmen Laforet y su marido Manuel Cerezales, que tanto nos hubiera gustado conocer al menos por lo que respecta a las causas de su separación; episodio este que nos resulta chocante a nosotros, los entusiastas de la novela más valiente (en el sentido que hoy se suele dar a esta palabra) del pasado siglo, y me refiero a La mujer nueva. Resulta chocante, digo, porque Carmen Laforet acabó eligiendo la vía contraria a la de su heroína Paulina Goya y abandonando el convento. Por otro lado, esta Carmen Laforet que nos presenta Cristina se muestra siempre muy celosa de su libertad, mientras que Paulina no quería otra cosa que invertirla bien, su libertad, digo. Pero no podemos juzgar a la persona real por el retrato literario, aunque lo haga su hija y lo haga desde un amor acendrado. Carmen murió en paz con Dios, con su marido y con sus hijos. No es poco decir.
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