Le vemos como universitario en Valladolid, armando ya gresca
con sus camaradas del grupo de Onésimo
Redondo; como voluntario en el Alto de León, enardeciendo con el Cara al sol a los menos esforzados; de
ministro de Trabajo durante quince años, en los que trató de llevar a cabo una
igualdad efectiva entre los españoles con la creación de centros de formación
para los trabajadores (universidades laborales y demás), en lo que él
interpretaba que era la realización del ideario falangista (“yo no dejé ninguna
revolución pendiente”); y siempre como consejero y hombre de confianza del Jefe
del Estado, incluso en los tiempos en que el falangismo empezó a ir de capa
caída. Lo que más destaca en estas memorias, es, de hecho, esa relación de
fidelidad a Franco, ampliamente
correspondida (siempre si hacemos caso a su testimonio), hasta el punto de hacerle
el caudillo el honor del tuteo (cosa insólita en el personaje) en su último
encuentro.
Girón escribe
correctamente, incluso velando la típica retórica falangista que en malas manos
resulta chirriante. No parece el halcón
o el león que ten fiero solían
pintar, pero, desde luego, no ha variado (no varió) un ápice sus convicciones.
Para él, Franco y la Falange formaban
un todo armónico al que dedicó todos sus esfuerzos. Si lamentó que ese todo se
fuese disgregando, no percibimos aquí ya un tono de desgarro o de anatema sino
de sereno estoicismo, tal vez al propio de quien tenía ya puesto el pie en el
estribo.
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