(Inserto aquí, por su interés, este artículo de Fabrice Hadjadj con el fin de compartirlo en las redes sociales, ya que se trata de un texto de acceso restringido)
¿No es siempre el artista un contestatario? ¿No se opone la
poesía al poder? Un poeta oficial, un pintor «de la Cámara Real», ¿no es esta
una contradicción en los términos? A menos que sea un agente doble. Si se sitúa
en el corazón del sistema, es para desmontarlo, poner en cuestión su decoro,
denunciar su podredumbre…
De esta manera, en 'Las palabras y las cosas', evoca
Michel Foucault el cuadro de 'Las Meninas', «donde la representación es
representada en cada uno de sus momentos». Representar la representación, hacer
su arqueología, es mostrar sus mecanismos, su envés, de tal manera que el rey
se quede desnudo. El matrimonio real no es más que un reflejo en el espejo del
fondo. Velázquez se ha pintado a sí mismo pintando, y es a él a quien vemos de
frente, mirándonos. Pero, puesto que se ha pintado a sí mismo, se trata también
de un autorretrato, y es un espejo que se encontraba en el lugar donde estamos
nosotros. A no ser que, más allá del tiempo, estuviera anticipando pintar a
quienes hoy visitan el Prado… De ahí ese parpadeo de lo representado entre el
cuadro, el matrimonio real, Velázquez y nosotros, los espectadores. ¿Quién mira
a quién? ¿Quién es sujeto y quién es objeto? Todo se vuelve indecidible. La
vida de la realeza es un sueño; la pequeña infanta Margarita, en el centro, una
muñeca; el aposentador Nieto, un hombre que se va a contraluz; los cuadros en
las paredes, escenas que se borran en la oscuridad. Según Foucault, Velázquez
presenta aquí un mundo tan huidizo como el de nuestras pantallas virtuales, y
la verdad sobre la corte no se concentra más que en esa enana ataviada con
excesivo refinamiento, cuyo rostro devorado por la sombra es también el más
cercano a la fuente de luz.
Pero, 'voilà', Velázquez era caballero de la Orden de
Santiago, amigo de Felipe IV, su decorador, su embajador, su comprador incluso,
puesto que durante sus viajes a Italia adquirió para él las obras más bellas de
la colección real. Nuestro gran artista no era «de izquierdas». Tampoco de
derechas. Ni adulador ni despreciador del poder, ni servil ni rebelde, más allá
de los lazos de poder, de las ideologías, era simplemente un contemplativo,
enamorado de lo real, de todos los matices de las diversas texturas. Como lo
indica Enrique Lafuente Ferrari: «A Velázquez le atraen con pasión las cosas
que existen delante de él, ser u objeto, hombre o vajilla».
El sevillano da testimonio de ello desde la 'Vieja friendo huevos' hasta 'El aguador de Sevilla'. No tiene
quizás más que dieciocho, diecinueve años, y el prodigio ya está ahí, al servicio de lo ordinario: el rostro de la vieja, por supuesto, cuya feminidad perdida no se conserva nada más que en el gesto de la cocina, pero también los huevos fritos presentados como si requiriesen una custodia, la sombra del cuchillo en el plato, la tela del velo, ese brillo diferenciado del esmalte, del cuero y del estaño… En 'El aguador de Sevilla', los tres recipientes, el ánfora de arcilla mate, la jarra barnizada y la copa de cristal se afirman cada uno en la distinción de su materia, y el perfil del aguador que se apresta para dar de beber al joven, cambiando tal vez su agua en vino, no exprime nada, sino la aristocracia misma de existir. Nada igualitario, pero nobleza por todas partes.A propósito del 'Bufón con libros', pintado un cuarto de
siglo más tarde, Paul Claudel hace este comentario: «Porque no se dirá de
ninguna criatura que hubiera sido mejor que nunca hubiera nacido. El pintor, en
cuanto la observa, siente que no podría haber prescindido de ella».
Velázquez no esconde, como Goya en Quinta del Sordo. No hay
en su obra ni marionetas ni personajes grotescos ni fantoches. Y menos aún
ídolos ni superhombres. Un día, el rey le transmite una queja que tiene contra
él el pintor italiano Carducho, envidioso de sus favores, según la cual
Velázquez no sabe pintar más que cabezas. Y este responde: «Señor, pues me
hacen gran honor, porque yo no he visto todavía una cabeza bien pintada».
Basta con mirar su 'Retrato de busto de Felipe IV', o su
célebre 'Inocencio X'. Cualquier otro hubiera puesto un poco más de aureola o
de mueca, recelando algún juicio de valor. El estudio que hará Francis Bacon
sobre el mismo doscientos años más tarde no puede evitar caer en esta trampa:
el Papa se pone a berrear como un condenado, su carne se transforma en silla
eléctrica. Es así como se paga una buena conciencia el pintor moderno: para no
parecer demasiado un parásito, privilegiado, subvencionado por el estado,
pretende comprometerse en la lucha social y denunciar a los poderosos (lo que
deja entender que es más poderoso que ellos, y que no puede ser derribado de su
lienzo como lo son ellos de su trono).
Velázquez opera una crítica mucho más radical que la crítica
social. No se burla del personaje, hace ver a la persona. He aquí lo que
importa: tras los títulos, los cargos, las funciones, tras los favores y las
desgracias, la persona, siempre, hombre o mujer, a la vez carne y espíritu,
miseria y milagro, dignidad incomparable e inextinguible necesidad de
salvación, que se encuentra igual de bien en casa de un pobre loco que en la de
Felipe el Grande. Entonces el rey queda desnudo, no porque lo hayan desvestido,
ni de tal manera que pueda uno reírse (teniéndose a sí mismo por juez), sino
porque transparenta su esencia de criatura herida y redimida, de tal manera que
vemos en él a un hermano por el cual también tenemos que rezar. Hay todavía
hoy, en la pintura española, otros Velázquez para nuestros tiempos. Les
propongo verificarlo por ustedes mismos yendo a ver la exposición de Marcos
Lozano Merchán, en Casa de Vacas del Retiro, del 30 de mayo al 23 de julio.
Fabrice Hadjadj, ABC