América es la tierra de la oportunidad para las mujeres, quienes, poseedoras ya de alrededor del ochenta y cinco por ciento de la riqueza del país, en breve se habrán hecho con su totalidad. El divorcio se ha convertido en una operación lucrativa de sencillo arreglo y fácil olvido, que las hembras ambiciosas pueden repetir cuantas veces gusten negociando beneficios que alcanzan cifras astronómicas. La muerte del marido también aporta recompensas satisfactorias, y alunas señoras prefieren confiar en ese expediente: saben que la espera no será demasiado larga, pues el exceso de trabajo junto con la hipertensión no tardarán en llevarse al pobre diablo, llamado a expirar ante su escritorio con un frasco de benzedrinas en una mano y una caja de tranquilizantes en la otra.
Sucesivas generaciones de jóvenes americanos no se desaniman
lo más mínimo ante este espantoso panorama de divorcio y defunción. Cuanto más
aumenta el índice de divorcios, mayor se hace su ahínco. Los jóvenes se casan como
ratones, apenas entran en la pubertad, y una buena proporción de ellos tiene en
nómina un mínimo de dos exesposas antes de cumplir los treinta y seis. Mantener
a esas señoras conforme al tren de vida a que están acostumbradas les exige
trabajar como esclavos, que es ni más ni menos lo que son. Hasta que, por
último, según van alcanzando precozmente la edad madura, un sentimiento de
desencanto y de temor empieza a infiltrárseles despacioso en el corazón, y así
les da por reunirse, a última hora del día, en pequeñas y prietas tertulias, en
clubes y bares, para despachar sus whiskies y tragar sus píldoras, y tratar de
animarse unos a otros a base de anécdotas.
“La señora Bixby y el
abrigo del coronel”, en Relatos de lo
inesperado.
Estos censores progres nunca tuvieron sentido del humor.