En la secuencia original de las aventuras de Alix, este
título sigue a
La tumba etrusca, y no
a
La isla maldita como
en la vieja edición de Oikos-Tau, que las sacó de modo un tanto caótico. De todos modos, se
agradece a Oikos-Tau que nos diera a conocer a este personaje: ¡oh el olor
embriagador de esos álbumes apilados en la librería de Galerías Preciados, junto
con
Los cuatro ases y las
Alegres historietas de Bruguera! Bien,
el caso es que
El dios salvaje sucede
a esa fenomenal trilogía que componen
Las
legiones perdidas,
El último
espartano y
La tumba etrusca.
Podría decirse que es una secuela de
El
último espartano, con la reaparición de Adrea, la reina de aquella
ciudadela escondida que aspiraba, nada menos, a restaurar el esplendor de
Esparta. La historia tiene lugar en la Cirenaica, en el norte de África, y,
como de costumbre, Alix Graccus tiene sus más y sus menos con los naturales de
la zona, pero también con los romanos, asentados en la ciudad de Apolonia, aún
en construcción, ya que entra (Alix) con mal pie en la vida del jefe del
campamento militar.
Como es habitual últimamente (en los últimos… ¿treinta años?), el volumen va acompañado de
comentarios sobre el autor y su obra. Me alegra ver que el comentarista llama
“la edad dorada de Alix” a esos cuatro álbumes, porque, en efecto, el dibujo
siempre me gustó mucho más que el de los episodios anteriores, de los que de
chico solo conocía La garra negra. Las legiones perdidas me parecía que
albergaba una gran superproducción cinematográfica.
En este número Jacques
Martin sigue acercándonos a diferentes zonas del imperio, en este caso al
norte de África. Es una de las señas de identidad de este cómic, uno de los más
instructivos que conozco y no solo por los guiones: el dibujo es admirable,
aunque más en lo paisajístico (y me refiero a paisaje rural y urbano) que en
las figuras humanas, que se parecen demasiado unas a otras; para ser exactos,
diríamos que tiene cuatro o cinco moldes. No deja de ser otra seña de
identidad.
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