“La primavera palpitaba en el aire”. Es el mejor resumen de
las descripciones de la naturaleza que Sebastián
Juan Arbó nos brinda en esta novela. Si no estuviera Gabriel Miró, se erigiría en el primer paisajista del siglo XX. Las
riberas del Ebro cobran vida, en efecto, en cada uno de los capítulos de la
obra, y una vida jubilosa compartida cada primavera por sus habitantes. Y, sin
embargo, no estamos ante una novela optimista. De hecho, podría considerarse como
uno de los últimos relatos naturalistas. El hombre no está a la altura. Diríamos
que le agria la fiesta a la naturaleza si no fuera porque esta permanece
indiferente al modo como el ser humano es capaz de destruirse a sí mismo, con
sus orgullos y sus odios. Una nube de desesperanza, en efecto, constituye el
desenlace de la historia, la historia de un aparcero de Amposta capaz de ser
feliz, al principio, con una mujer amada y un terruño. Y un hijo. Pero basta
que la mujer muera en un mal paso para que en Juan aflore lo peor de sí mismo.
Incapaz de recuperarse, tiñe de infelicidad el resto de su vida y la de su
hijo, con la colaboración de sus vecinos. Como en el Blasco Ibáñez de las novelas de Valencia, vemos solo el lado
bestial de los habitantes de tan, en principio, agraciadas tierras. Cero
esperanza, sí, al volver la última página. Y lo lamentamos por lo que podía
haber sido, desde el punto de vista humano, una novela tan bien llevada en lo
literario, ya que hasta sus momentos de monotonía, ante los que te ves tentado a decir aquello
de “le sobran tantas páginas”, tienen su sentido.
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